sábado, 30 de abril de 2011

Homilia del II Domingo de Pascua

II DOMINGO DE PASCUA, 1 de mayo 2011

Hermanos, en la vida hemos tenido experiencias que nos han marcado, ya sean positivamente o negativamente. Sin embargo, ya sean positivas o negativas hemos entresacado algo que nos ayude a nuestro vivir.

Hoy nos encontramos en la primera lectura a una comunidad cristiana que cuida con esmero su vida de oración, que mima su vida de piedad. Nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles que «los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones».

El Señor quiere a los cristianos corrientes metidos en la entraña de la sociedad, laboriosos en sus tareas, en un trabajo que de ordinario ocupará de la mañana a la noche. Jesús espera de nosotros que, además de mirarle y tratarle en los ratos dedicados expresamente a la oración, no nos olvidemos de Él mientras trabajamos, de la misma manera que no nos olvidamos de las personas que queremos ni de las cosas importantes de nuestra vida.

Jesucristo es lo más importante de nuestro día. Por eso, cada uno de nosotros debe ser «alma de oración», ya que Dios no nos abandona nunca. A todos aquellos que amamos les llevamos en nuestra mente y en nuestro corazón, de tal manera que cuando algo les sucede, ya sea una desgracia o una bendición, sufrimos y gozamos con ellos, aunque la distancia sea muy considerable.

Con frecuencia para tener presente a Jesús durante el día echamos manos de jaculatorias, de ‘comuniones espirituales’, de ‘miradas’ amorosas a Nuestra Santísima Madre, al rezo del Santo Rosario. A todos nos ocurre que cuando queremos acordarnos de algo durante el día ponemos los medios para que aquello no se nos olvide. Si ponemos el mismo interés en acordarnos del Señor, nuestro día se llenará de pequeños recordatorios, de pequeñas ideas que nos llevarán a tenerle presente.

El padre o la madre de familia lleva en el coche una fotografía de la familia para acordarse de ella mientras viaja. ¿Cómo no vamos a llevar una imagen de Nuestra Señora en la cartera o en el bolso, para que al mirarla le digamos: ¡Madre!, ¡Madre día!. ¿Por qué nos tener muy a mano un crucifijo que nos ayude a ofrecer nuestro estudio o el trabajo cuando se haga más costoso?.

El encuentro con Cristo resucitado es una experiencia que nos marca positivamente. Del tal manera que aunque muchos de sus hijos se dejen atrapar por los ajetreos diarios y por lo material, cuando el sufrimiento se hace presentes en sus vidas, ellos tienden a volver hacia Jesucristo, conscientes de que le han fallado pero seguros de ser acogidos, de nuevo, por Él en su Iglesia.

San Juan María Vianney, que era un hombre enamorado de Dios decía esta oración: «Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, Dios mío infinitamente amable, y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente… Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro».

domingo, 24 de abril de 2011

Homilía del Domingo de Resurrección, 2011

DOMINGO DE RESURRECCIÓN, 2011

Hoy celebramos lo más importante de nuestra fe: Jesucristo que había muerto crucificado ha resucitado de entre los muertos, y Él está vivo.

Hace pocos días, una niña me hizo una pregunta bastante interesante. La pequeña me decía que por qué Jesús era invisible. Y la cuestión tiene un gran transfondo, ya que ella misma, la pequeña hacía esa pregunta creyendo que Jesús estaba resucitado. Ella, al hacerme esa cuestión ya daba por seguro que creía en la resurrección de Jesús. Y si a ustedes les pregunta una pequeña ¿por qué Jesús es invisible?, ¿qué le contestarían?.

Yo le dije que Jesús no juega “al esconderite” con nosotros. Que Él nos ama y que ha deseado quedarse entre nosotros, pero de un modo distinto. Le comenté a la pequeña que lo que sucede es que Él está con nosotros cuando nos reunimos dos o más en su nombre, como por ejemplo en la Iglesia o en casa cuando rezamos. Ella me siguió preguntando que cómo sabíamos que si nos reuníamos dos o más en su nombre él estaba con nosotros, ¿que cómo sabíamos eso?. Yo le respondí que fue el propio Jesús quien nos lo prometió, y que como Jesús es una persona que siempre cumple sus promesas, pues esta promesa también la cumple siempre. También la expliqué que Jesús está realmente en la Sagrada Forma, en la Eucaristía; lo único que aquí nuestros sentidos, el olfato, el oído, el gusto, el tacto y la vista “nos hacen una mala jugada”, ya que nos engañan. Porque cuando vemos la Sagrada Forma elevada por el sacerdote o expuesta en la Sagrada Custodia, nosotros, desde nuestra orilla, únicamente vemos con nuestros ojos humanos un trozo de pan. Pero que los que han pasado a la otra orilla, al Cielo, ellos están viendo esa misma Sagrada Forma, pero con una gran ventaja, que ellos sí que están viendo el rostro de Jesucristo, y lo están viendo como yo ahora mismo les veo a ustedes. Ella, con su espontaneidad me dijo: ¡que chollo tienen ellos!.

Tenemos un Dios tan grande que se ha quedado en medio de nosotros y que desea que todos nosotros seamos salvados. Todos necesitamos estar más cerca de Jesús. Sin Cristo nos parecemos a unas guitarras con las cuerdas totalmente destensadas y desafinadas. El único que puede hacer ‘arder nuestro corazón’ es Jesucristo. El único que puede afinar esas cuerdas es Cristo. Por eso es fundamental que nos acerquemos a Él y que dejemos que Él se acerque a nosotros; buscar a Jesucristo y dejarnos buscar por Él. Y a Jesucristo se le encuentra en su Iglesia, y se hace presente en los sacramentos, y desea encontrarse con cada uno de nosotros en la oración personal; y desea hablarnos al oído por medio de los textos de la Biblia.

¿Jesús es invisible?, pues no. Lo que sucede es que nosotros muchas veces nos ocultamos ante su presencia.

¡Feliz Pascua de Resurrección!.

sábado, 23 de abril de 2011

Las respuestas del Papa

Las respuestas del Papa

El Papa Benedicto XVI ha respondido a siete preguntas de fieles cristianos en la RAI:

Pregunta.-. Santo Padre, quiero agradecerle su presencia que nos llena de alegría y nos ayuda a recordar que hoy es el día en que Jesús demuestra su amor en el modo más radical, muriendo en la cruz como inocente. Precisamente sobre el tema del dolor inocente es la primera pregunta que viene de una niña japonesa de siete años, que le dice: "Me llamo Elena, soy japonesa y tengo siete años. Tengo mucho miedo porque la casa en la que me sentía segura ha temblado muchísimo, y porque muchos niños de mi edad han muerto. No puedo ir a jugar al parque. Quiero preguntarle: ¿por qué tengo que pasar tanto miedo? ¿por qué los niños tienen que sufrir tanta tristeza? Le pido al Papa, que habla con Dios, que me lo explique.

Respuesta.- Querida Elena, te saludo con todo el corazón. También yo me pregunto: ¿por qué es así? ¿por qué vosotros tenéis que sufrir tanto mientras otros viven cómodamente? Y no tenemos respuesta, pero sabemos que Jesús ha sufrido como vosotros, inocentes, que Dios verdadero se muestra en Jesús, está a vuestro lado. Esto me parece muy importante, a pesar de que no tenemos respuestas, si la tristeza sigue: Dios está a vuestro lado y tenéis que estar seguros de que esto os ayudará. Y un día podremos comprender por qué ha sucedido esto. En este momento me parece importante que sepáis que 'Dios me ama', aunque parezca que no me conoce. No, me ama, está a mi lado, y tenéis que estar seguros de que en el mundo, en el universo, hay tantas personas que están a vuestro lado, que piensan en vosotros, que hacen todo lo que pueden por vosotros, para ayudaros. Y ser conscientes de que, un día, yo comprenderé que este sufrimiento no era una cosa vacía, no era inútil, sino que detrás del sufrimiento hay un proyecto bueno, un proyecto de amor. No es una casualidad. Siéntete segura, estamos a tu lado, al lado de todos los niños japoneses que sufren, queremos ayudaros con la oración, con nuestros actos y debéis estar seguros de que Dios os ayuda. Y de este modo rezamos juntos para que la luz os llegue a vosotros cuanto antes.

P.- La segunda pregunta nos pone delante de un calvario, porque se trata de una madre que está junto a la cruz de un hijo. Es italiana, se llama María Teresa y le pregunta: "Santidad, el alma de mi hijo, Francesco, en estado vegetativo desde el día de Pascua del 2009, ¿ha abandonado su cuerpo, visto que está totalmente inconsciente, o está todavía en él?

R.- Ciertamente el alma está todavía presente en el cuerpo. La situación es un poco como la de una guitarra que tiene las cuerdas rotas y que no se puede tocar. Así también el instrumento del cuerpo es frágil, vulnerable, y el alma no puede tocar, por decirlo en algún modo, pero sigue presente. Estoy también seguro de que esta alma escondida siente con profundidad vuestro amor, a pesar de que no comprende los detalles, las palabras, etc., pero siente la presencia del amor. Y por esto esta presencia vuestra, queridos padres, querida mamá, junto a él, horas y horas cada día, es un verdadero acto de amor muy valioso, porque esta presencia entra en la profundidad de esta alma escondida y vuestro acto es un testimonio de fe en Dios, de fe en el hombre, de fe, digamos de compromiso a favor de la vida, de respeto por la vida humana, incluso en las situaciones más trágicas. Por esto os animo a proseguir, sabiendo que hacéis un gran servicio a la humanidad con este signo de confianza, con este signo de respeto de la vida, con este amor por un cuerpo lacerado, un alma que sufre.

P.- La tercera pregunta nos lleva a Irak, entre los jóvenes de Bagdad, cristianos perseguidos que le envían esta pregunta: "Saludamos al Santo padre desde Irak. Nosotros, cristianos de Bagdad somos perseguidos como Jesús. Santo Padre, ¿en qué modo podemos ayudar a nuestra comunidad cristiana para que reconsideren el deseo de emigrar a otros países, convenciéndoles de que marcharse no es la única solución?

R.- Quisiera en primer lugar saludar con todo el corazón a todos los cristianos de Irak, nuestros hermanos, y tengo que decir que rezo cada día por los cristianos de Irak. Son nuestros hermanos que sufren, como también en otras tierras del mundo, y por esto los siento especialmente cercanos a mi corazón y, en la medida de nuestras posibilidades, tenemos que hacer todo lo posible para que puedan resistir a la tentación de emigrar, que –en las condiciones en las que viven- resulta muy comprensible.

Diría que es importante que estemos cerca de vosotros, queridos hermanos de Irak, que queramos ayudaros y cuando vengáis, recibiros realmente como hermanos. Y naturalmente, las instituciones, todos los que tienen una posibilidad de hacer algo por Irak, deben hacerlo. La Santa Sede está en permanente contacto con las distintas comunidades, no solo con las comunidades católicas, sino también con las demás comunidades cristianas, con los hermanos musulmanes, sean chiitas o sunitas. Y queremos hacer un trabajo de reconciliación, de comprensión, también con el gobierno, ayudarle en este difícil camino de recomponer una sociedad desgarrada. Porque este es el problema, que la sociedad está profundamente dividida, lacerada, ya no tienen esta conciencia: "Nosotros somos en la diversidad un pueblo con una historia común, en el que cada uno tiene su sitio". Y tienen que reconstruir esta conciencia que, en la diversidad, tienen una historia común, una común determinación. Y nosotros queremos, en diálogo precisamente con los distintos grupos, ayudar al proceso de reconstrucción y animaros a vosotros, queridos hermanos cristianos de Irak, a tener confianza, a tener paciencia, a tener confianza en Dios, a colaborar en este difícil proceso. Tened la seguridad de nuestra oración.

P.- La siguiente pregunta es de una mujer musulmana de la Costa de Marfil, un país en guerra desde hace años. Esta señora se llama Bintú y él envía un saludo en árabe que se puede traducir de este modo: "Que Dios esté en medio de todas las palabras que nos diremos y que Dios esté contigo". Es una frase que utilizan al empezar un diálogo. Y después prosigue en francés: "Querido Santo Padre, aquí en Costa de Marfil hemos vivido siempre en armonía entre cristianos y musulmanes. A menudo, las familias están formadas por miembros de ambas religiones; existe también una diversidad de etnias, pero nunca hemos tenido problemas. Ahora todo ha cambiado: la crisis que vivimos, causada por la política, está sembrando divisiones. ¡Cuántos inocentes han perdido la vida! ¡Cuántos prófugos, cuántas madres y cuántos niños traumatizados! Los mensajeros han exhortado a la paz, los profetas han exhortado a la paz. Jesús es un hombre de paz. Usted, en cuanto embajador de Jesús, ¿qué aconsejaría a nuestro país?”

R.- Quiero contestar al saludo: que Dios esté también contigo, y siempre te ayude. Y tengo que decir que he recibido cartas desgarradoras de la Costa de Marfil, donde veo toda la tristeza, la profundidad del sufrimiento, y me quedo triste porque podemos hacer tan poco. Siempre podemos hacer una cosa: orar con vosotros, y en la medida de lo posible, hacer obras de caridad, y sobre todo queremos colaborar, según nuestras posibilidades, en los contactos políticos, humanos.

He encargado al cardenal Tuckson, que es presidente de nuestro Consejo de Justicia y Paz, que vaya a Costa de Marfil e intente mediar, hablar con los diversos grupos, con las distintas personas, para facilitar un nuevo comienzo. Y sobre todo queremos hacer oír la voz de Jesús, en el que Vd. también cree como profeta. Él era siempre el hombre de la paz. Se podía pensar que, cuando Dios vino a la tierra, lo haría como un hombre de gran fuerza, que destruiría las potencias adversarias, que sería un hombre de una fuerte violencia como instrumento de paz. Nada de esto: vino débil, vino solo con la fuerza del amor, totalmente sin violencia hasta ir a la cruz. Y esto nos muestra el verdadero rostro de Dios, y que la violencia no viene nunca de Dios, nunca ayuda a producir cosas buenas, sino que es un medio destructivo y no es el camino para salir de las dificultades.

Es una fuerte voz contra todo tipo de violencia. Invito fuertemente a todas las partes a renunciar a la violencia, a buscar las vías de la paz. Para la recomposición de vuestro pueblo no podéis usar medios violentos, aunque penséis tener razón. La única vía es la renuncia a la violencia, recomenzar el diálogo, los intentos de encontrar juntos la paz, una nueva atención de los unos hacia los otros, la nueva disponibilidad a abrirse el uno al otro. Y este, querida señora, es el verdadero mensaje de Jesús: buscad la paz con los medios de la paz y abandonad la violencia. Rezamos por vosotros para que todos los componentes de vuestra sociedad sientan esta voz de Jesús y así vuelva la paz y la comunión.

P.- Santo Padre, la próxima pregunta es sobre el tema de la muerte y la resurrección de Jesús y llega desde Italia. Se la leo: "Santidad: ¿Qué hizo Jesús en el lapso de tiempo entre la muerte y la resurrección? Y, ya que en el Credo se dice que Jesús después de la muerte descendió a los infiernos: ¿Podemos pensar que es algo que nos pasará también a nosotros, después de la muerte, antes de ascender al Cielo?"

R.- En primer lugar, este descenso del alma de Jesús no debe imaginarse como un viaje geográfico, local, de un continente a otro. Es un viaje del alma. Hay que tener en cuenta que siempre el alma de Jesús siempre toca al Padre, está siempre en contacto con el Padre, pero al mismo tiempo, esta alma humana se extiende hasta los últimos confines del ser humano. En este sentido, baja a las profundidades, va hacia los perdidos, se dirige a todos aquellos que no han alcanzado la meta de sus vidas, y trasciende así los continentes del pasado. Esta palabra del descenso del Señor a los infiernos significa, sobre todo, que Jesús alcanza también el pasado, que la eficacia de la redención no comienza en el año cero o en el año treinta, sino que llega al pasado, abarca el pasado, a todas las personas de todos los tiempos.

Dicen los Padres, con una imagen muy hermosa, que Jesús toma de la mano a Adán y Eva, es decir, a la humanidad, y la encamina hacia adelante, hacia las alturas. Y así crea el acceso a Dios, porque el hombre, por sí mismo, no puede elevarse a la altura de Dios. Jesús mismo, siendo un hombre, tomando de las manos al hombre, abre el acceso. ¿Qué acceso? La realidad que llamamos cielo. Así, este descenso a los infiernos, es decir, en las profundidades del ser humano, en las profundidades del pasado de la humanidad, es una parte esencial de la misión de Jesús, de su misión de Redentor y no se aplica a nosotros. Nuestra vida es diferente, el Señor ya nos ha redimido y nos presentamos al Juez, después de nuestra muerte, bajo la mirada de Jesús, y esta mirada en parte será purificadora: creo que todos nosotros, en mayor o menor medida, necesitaremos ser purificados. La mirada de Jesús nos purifica y además nos hace capaces de vivir con Dios, de vivir con los santos, sobre todo de vivir en comunión con nuestros seres queridos que nos han precedido.

P.- También la siguiente pregunta es sobre el tema de la resurrección y viene de Italia: "Santidad, cuando las mujeres llegan al sepulcro, el domingo después de la muerte de Jesús, no reconocen al Maestro, lo confunden con otro. Lo mismo les pasa a los Apóstoles: Jesús tiene que enseñarles las heridas, partir el pan para que le reconozcan precisamente por sus gestos. El suyo es un cuerpo real de carne y hueso, pero también un cuerpo glorioso. El hecho de que su cuerpo resucitado no tenga las mismas características que antes, ¿qué significa? ¿Y qué significa, exactamente, "cuerpo glorioso"? ¿Y la resurrección, será también así para nosotros? "

R.- Naturalmente, no podemos definir el cuerpo glorioso porqué está más allá de nuestra experiencia. Sólo podemos interpretar algunos de los signos que Jesús nos dio para entender, al menos un poco, hacia dónde apunta esta realidad. El primer signo: el sepulcro está vacío. Es decir, Jesús no abandonó su cuerpo a la corrupción, nos ha enseñado que también la materia está destinada a la eternidad, que resucitó realmente, que no ha quedado perdido. Jesús asumió también la materia, por lo que la materia está también destinada a la eternidad. Pero asumió esta materia en una nueva forma de vida, este es el segundo punto: Jesús no muere más, es decir: está más allá de las leyes de la biología, de la física, porque los sometidos a ellas mueren.

Por lo tanto, hay una condición nueva, diversa, que no conocemos, pero que se revela en lo sucedido a Jesús, y esa es la gran promesa para todos nosotros de que hay un mundo nuevo, una nueva vida, hacia la que estamos encaminados. Y, estando ya en esa condición, para Jesús es posible que los otros lo toquen, puede dar la mano a sus amigos y comer con ellos, pero, sin embargo, está más allá de las condiciones de la vida biológica, como la que nosotros vivimos. Y sabemos que, por una parte, es un hombre real, no un fantasma, vive una vida real, pero es una vida nueva que ya no está sujeta a la muerte y esa es nuestra gran promesa. Es importante entender esto, al menos por lo que se pueda, con el ejemplo de la Eucaristía: en la Eucaristía, el Señor nos da su cuerpo glorioso, no nos da carne para comer en sentido biológico; se nos da Él mismo; lo nuevo que es Él, entra en nuestro ser hombres y mujeres, en el nuestro, en mi ser persona, como persona y llega a nosotros con su ser, de modo que podemos dejarnos penetrar por su presencia, transformarnos en su presencia.

Es un punto importante, porque así ya estamos en contacto con esta nueva vida, este nuevo tipo de vida, ya que Él ha entrado en mí, y yo he salido de mí y me extiendo hacia una nueva dimensión de vida. Pienso que este aspecto de la promesa, de la realidad que Él se entrega a mí y me hace salir de mí mismo, me eleva, sea la cuestión más importante: no se trata de descifrar cosas que no podemos entender sino de encaminarnos hacia la novedad que comienza, siempre, de nuevo, en la Eucaristía.

P.- Santo Padre, la última pregunta es acerca de María. A los pies de la cruz, hay un conmovedor diálogo entre Jesús, su madre y Juan, en el que Jesús dice a María "he aquí a tu hijo" y a Juan, "he aquí a tu madre". En su último libro, "Jesús de Nazaret", lo define como "una disposición final de Jesús". ¿Cómo debemos entender estas palabras? ¿Qué significado tenían en aquel momento y que significado tienen hoy en día? Y ya que estamos en tema de confiar. ¿Piensa renovar una consagración a la Virgen en el inicio de este nuevo milenio?

R. Estas palabras de Jesús son ante todo un acto muy humano. Vemos a Jesús como un hombre verdadero que lleva a cabo un gesto de verdadero hombre: un acto de amor por su madre confiándola al joven Juan para que esté segura. En aquella época en Oriente una mujer sola se encontraba en una situación imposible. Confía su madre a este joven y a él le confía su madre. Jesús realmente actúa como un hombre con un sentimiento profundamente humano. Me parece muy hermoso, muy importante que antes de cualquier teología veamos aquí la verdadera humanidad, el verdadero humanismo de Jesús. Pero por supuesto este gesto tiene varias dimensiones, no atañe solo a ese momento: concierne a toda la historia.

En Juan, Jesús confía a todos nosotros, a toda la Iglesia, a todos los futuros discípulos a su madre y su madre a nosotros. Y esto se ha cumplido a lo largo de la historia: la humanidad y los cristianos han entendido cada vez más que la madre de Jesús es su madre. Y cada vez más personas se han confiado a su Madre: basta pensar en los grandes santuarios, en esta devoción a María, donde cada vez más la gente siente: "Esta es la Madre". E incluso algunos que casi tienen dificultad para llegar a Jesús en su grandeza del Hijo de Dios, se confían a la Madre sin dificultad. Algunos dicen: "Pero eso no tiene fundamento bíblico". Aquí me gustaría responder con San Gregorio Magno: _"A medida que se lee - dice - crecen las palabras de la Escritura". Es decir, se desarrollan en la realidad, crecen, y cada vez más en la historia se difunde esta Palabra. Todos podemos estar agradecidos porque la Madre es una realidad, a todos nos han dado una madre. Y podemos dirigirnos con mucha confianza a esta madre, que para cada cristiano es su Madre.

Por otro lado la Madre es también expresión de la Iglesia. No podemos ser cristianos solos, con un cristianismo construido según mis ideas. La Madre es imagen de la Iglesia, de la Madre Iglesia y confiándonos a María, también tenemos que confiarnos a la Iglesia, vivir la Iglesia, ser Iglesia con María. Llego ahora al tema de la consagración: los papas - Pío XII, Pablo VI y Juan Pablo II - hicieron un gran acto de consagración a la Virgen María y creo que, como gesto ante la humanidad, ante María misma, fue muy importante. Yo creo que ahora sea importante interiorizar ese acto, dejar que nos penetre, para realizarlo en nosotros mismos. Por eso he visitado algunos de los grandes santuarios marianos del mundo: Lourdes, Fátima, Czestochowa, Altötting..., siempre con el fin de hacer concreto, de interiorizar ese acto de consagración, para que sea realmente un acto nuestro.

Creo que el acto grande, público, ya se ha hecho. Tal vez algún día habrá que repetirlo, pero por el momento me parece más importante vivirlo, realizarlo, entrar en esta consagración para hacerla nuestra verdaderamente. Por ejemplo, en Fátima, me di cuenta de cómo los miles de personas presentes eran conscientes de esa consagración, se habían confiado, encarnándola en sí mismos, para sí mismos. Así esa consagración se hace realidad en la Iglesia viva y así crece también la Iglesia. La entrega a María, el que todos nos dejemos penetrar y formar por esa presencia, el entrar en comunión con María, nos hace Iglesia, nos hace, junto con María, realmente esposa de Cristo. De modo que, por ahora, no tengo intención de una nueva consagración pública, pero si quisiera invitar a todos a incorporarse a esa consagración que ya está hecha, para que la vivamos verdaderamente día tras día y crezca así una Iglesia realmente mariana que es Madre y Esposa e Hija de Jesús.


Vigilia Pascual, 2011, homilía

VIGILIA PASCUAL, 2011

En esta Noche Santa tenemos los mismos sentimientos que experimentaron los Apóstoles cuando se encontraron con Jesús Resucitado. Ellos habían sido testigos de cómo lo habían azotado, coronado de espinas, de cómo se habían burlado de Él, le habían acompañado, unos más cerca y otros más lejos; cuando Jesús cargaba con su pesada cruz camino al Calvario para ser crucificado. Ellos habían escuchado los martillazos en las puntas de acero que taladraron las manos y los pies de Jesucristo. Ellos aún tenían en sus oídos los gritos de dolor y las últimas palabras de su Maestro, de Nuestro Señor. Vieron como un soldado traspasó con la lanza su costado. Y sabían perfectamente cual era el sepulcro excavado en la roca donde habían puesto el cuerpo muerto de Jesús.

Sin embargo hoy las tristezas se tornan en alegría, sus corazones sienten un gozo especial, inenarrable. Ya no únicamente intuyen, sino que descubren cómo las manos de Dios les está sosteniendo y que todo, que absolutamente todo forma parte de un Plan de Amor de Dios.

Disfrutan con la certeza de poder gozar de la visión de que hay Alguien allá en el más allá, en el cielo, que te está viendo y que tú le estás viendo. Y que te está diciendo: ‘Ama a Cristo, sigue a Cristo para que también tú puedas estar conmigo aquí en el Paraíso’.

Sin embargo, como si se tratara de un gran reloj antiguo de pared, de esos de cuerda, hay algo que nos falla en el engranaje. Alguna pieza de ese engranaje se ha debido de averiar porque algo de nuestra particular maquinaria no funciona. Deberíamos de reconocer que estamos muy perdidos… y que necesitamos de su alegría y de su paz.

Del mismo modo que cuando somos pequeños buscamos la mano de nuestra madre… ahora también deberíamos de estar buscando la presencia de Jesucristo para ESTAR CERCA DE JESÚS. Hermanos, algo falla en nuestra vida cristiana cuando anteponemos todas nuestras cosas antes que a Dios. ¿Será acaso falta de convicción?, ¿será acaso que hemos catalogado todo esto de la iglesia como un acto social?, ¿será acaso que las ocupaciones y los diversos quehaceres están gobernando nuestra vida?. Tal vez suceda que queramos seguir a Jesucristo pero a nuestro modo, no como Él nos indica, sino como nosotros deseamos, como ‘a la carta’.

Jesucristo ha resucitado y te llama a ti, personalmente, para que estés cerca de Él, para que puedas disfrutar de su presencia en la Eucaristía, para que puedas experimentar su perdón en el sacramento de la Confesión, para que le puedas escuchar en los textos bíblicos y para que cuides con especial esmero tu relación personal con las personas teniendo siempre como criterio el amor cristiano. Todos nosotros somos como guitarras que tienen sus cuerdas desafinadas. Si estamos cerca de Jesús Resucitado, Él mismo nos irá afinando para que con nuestra vida cotidiana le vayamos anunciando con alegría y convicción.

jueves, 14 de abril de 2011

El sacramento de la Penitencia y de la Conversión

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA CONVERSIÓN



ORACIÓN ANTE EL SANTÍSIMO: «Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, san José mi padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí».



Hoy nos adentramos en uno de los sacramentos de la curación. Los siete sacramentos se agrupan por familias. Los primeros son los sacramentos de la INICIACIÓN CRISTIANA que son: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Luego están los sacramentos de LA CURACIÓN, que son dos: El sacramento de la Penitencia y el de la Unción de los Enfermos. Y luego están los sacramentos que les podíamos llamar ‘del estado de vida’ o sacramentos AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD: El sacramento del Matrimonio y el del Orden Sacerdotal. Se pueden dar cuenta como se han agrupado los siete sacramentos como en estas tres familias. Primero es la iniciación en la vida cristiana, luego es la sanación en la mediada en que esa iniciación, esa vida nueva ha sido herida. Y finalmente hemos nacido a esa nueva vida de los Hijos de Dios y hemos sido sanados no para ‘mirarnos al espejo’ sino para ponernos al servicio de los demás, ya que Dios nos da una vocación de servicio.



El punto 1422 del Catecismo de la Iglesia Católica dice así:


«Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones (LG 11) ».



Emplea una expresión llena de belleza: los que se acercan a la penitencia OBTIENEN de la misericordia de Dios. Ese ‘obtener de la misericordia de Dios’ nos recuerda a aquel pasaje bíblico ‘del buen ladrón’, el cual obtuvo de Cristo el perdón en aquel momento. Esa expresión ‘obtener de’ no quiere decir como si yo arrancase algo a Dios por iniciativa mía, por iniciativa propia, como si a base de pedirle el perdón él me lo hubiera dado. Sin embargo como San Agustín dice bien en ese pasaje del ‘buen ladrón’, Jesús estaba deseando dar ese perdón. El ‘buen ladrón’ ha conseguido el mejor botín de todos los robos que él haya podido dar durante su vida, el de obtener de Dios el perdón, aunque en realidad era Dios el que estaba deseando darle a él el perdón.


Es hermoso ver cómo en el sacramento de la penitencia, el Señor comparte con el hombre esa iniciativa de búsqueda. Parece como que Dios desea que el hombre desee buscar y rogar por la misericordia, aunque en realidad es Dios el que estaba deseando darla, pero Dios desea que nosotros seamos sujetos activos de la salvación.


Cuando se dice que los que se acercan a este sacramento obtienen el perdón de Dios y de la Iglesia. Con esto estamos cayendo en la cuenta cómo el pecado ha cometido una doble ofensa: la ofensa a Dios y la ofensa a la Iglesia. Parece que hoy por hoy la dimensión que más se subraya es el pecado en su dimensión horizontal: esa famosa frase del ‘ni robo ni mato’, y parece que para que el pecado exista tiene que haber un signo sensible y contundente de que ‘yo le hago daño a los demás’, y claro, así casi se olvida la dimensión vertical del pecado de que ‘el pecado ofende el corazón de Dios’. Pero lo cierto es que el pecado, al mismo tiempo, tiene las dos dimensiones: El pecado ofende a Dios y al mismo tiempo también es una ofensa con la Iglesia. Por tanto en el perdón ha de ser una reconciliación con Dios y también con la Iglesia. Nuestros actos tienen siempre una doble dimensión. Por ejemplo, es imposible ofender a mi hermano sin estar el mismo tiempo ofendiendo a Dios, porque Dios es su padre. Hemos visto muchas veces cómo un padre cuando su niño ha sido maltratado en la calle, cuando ha sido ofendido, el padre enseguida pide explicaciones de cómo se ha tratado a su hijo. Es imposible ofender al hijo sin ofender a su padre al mismo tiempo. Y por lo tanto el pecado contra Dios y el pecado contra el prójimo, contra la Iglesia va todo unido en el mismo paquete. Nuestro pecado ofende a Dios y nuestro pecado ofende a la Iglesia. Por eso el sacramento de la penitencia nos reconcilia en esa dimensión vertical y también en esa dimensión horizontal que es la Iglesia.


Y también se dice que esa Iglesia a la que hemos ofendido, nuestra madre la Iglesia, nos mueve a la conversión. La Iglesia está llamada a mover nuestros corazones a la conversión y lo hace de tres formas: con su amor, su ejemplo y sus oraciones.


La Iglesia nos llama a la conversión con el amor porque ella sufre con nuestros pecados. Una madre no puede quedar indiferente ante lo que tú hagas. Si tú vas por el mal camino tu madre sufre y tu madre no puede dejar de sufrir. Es como aquel hijo que llega a unas horas tardísimas a casa y le dice su hijo: “¡mamá tú no te preocupes por mí, tú duerme tranquila!, ¡a ti que más te dará!, ¿por qué estas en vela aquí sin dormir porque son las seis de la madrugada y que yo no haya vuelto?”. Eso no se puede decir a tu madre porque es como decirle una tontería, la estás diciendo algo que es imposible que tu madre deje de hacer. Tu madre no puede dejar de sufrir. Por lo tanto la primera forma en que la Iglesia, nuestra madre, nos mueve a la conversión es por su amor, porque el amor sufre por la persona amada. Y la Iglesia está llamada a estar especialmente cerca del pecador que está alejado. Por eso la Iglesia nos pide que tengamos una disposición especial hacia aquel que está lejano. Esto puede crear que se tengan celos, que nos centremos tanto en los alejados, tal y como sucedió con el hijo mayor de la parábola del ‘hijo pródigo’, que el mayor tenía celos de que su padre estuviera tan atento del hermano menor. El amor de la Iglesia tiene que prodigarse y preocuparse del que está lejano sin que por eso se tenga celos.


La Iglesia también nos llama a la conversión con SU EJEMPLO. La Iglesia pone en ‘su escaparate’ pone a todos los santos, expone el testimonio de los santos, su ejemplo que nos mueva a la conversión, que nos mueva a una entrega de vida. La Iglesia canoniza y propone como modelo de vida para la imitación a sus mejores hijos. Las personas que pasarán a la historia de la Iglesia serán lo santos que son puestos como modelo. Les voy a poner una comparación: Hace unos días me decía un amigo, amante de la música que hoy en día nos fijamos mucho, tiene mucho renombre un cantante de ópera determinado y nos quedamos con los nombres de los que interpretan determinadas obras. Sin embargo cuando pasen unos años, unos cien, nadie se acordará de los tenores de hoy por hoy, como ahora no nos acordamos de los tenores del pasado. Ahora bien, lo que sí nos acordamos eran de las obras que interpretaban. Es decir, lo que queda para la posteridad es la partitura musical, la obra musical que se estaba interpretando, el quien lo ha interpretado se olvida muy fácilmente y rápidamente. Lo que quedará para la historia no es quien lo interpretaba, sino las obras que han sido interpretadas. Esto mismo ocurre en el seno de la Iglesia: lo que va a pasar a la posteridad es el nombre de los santos, los nombres de aquellos que han hecho vida la doctrina que predicamos. El nombre de los predicadores se va a olvidar totalmente. Del mismo modo que el pecado caduca, también caduca el nombre de los hombres que no han sido santos. La Iglesia pues nos mueve a la conversión con su ejemplo, es la imagen de los santos, es el testimonio de los santos el que nos mueve a la conversión.


Y por último la Iglesia también nos llama a la conversión con SUS ORACIONES. La Iglesia no deja de pedir, con sus oraciones, e intercediendo por sus hijos, especialmente por los más lejanos. La Iglesia no puede dejar de pedir, es su quehacer principal: Tener esa alma intercesora por cada uno de sus hijos.



El punto 1423 del Catecismo de Nuestra Madre la Iglesia nos habla de los nombres de este sacramento y se describe los matices con que ha sido designado este sacramento: Sacramento de la Conversión, Sacramento de la Penitencia, Sacramento de la Confesión, Sacramento del Perdón, Sacramento de la Reconciliación. Este es uno de los sacramentos que ha recibido más nombres, todos ellos se complementan, se iluminan. Con estos cinco nombres se están como fotografiando aspectos concretos de este sacramento que se complementan.


Se denomina sacramento de la conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la ‘vuelta al Padre’ del que el hombre se había alejado por el pecado. Es una realización a una llamada de Cristo: “¡Convertíos!, ¡está cerca el Reino de Dios!, ¡el tiempo se ha cumplido!”. Jesús empalmando en esto con su primo Juan Bautista, comienza su predicación, comienza su vida pública con una llamada contundente a la conversión. Es urgente, es apremiante, ¡convertíos!. Es lo mismo que dice Lucas 15, 18 cuando el hijo pródigo dice: ‘Me levantaré, iré a mi padre y le diré, Padre he pecado contra el cielo y contra ti’. Es el acto de la conversión, es decir, voy a convertirme, voy a volver, voy a romper con esto.


La palabra conversión contiene una ruptura, supone un antes y un después. No se puede seguir a Dios en esa especie ‘de tonteo’, de ‘estar tonteando’ de tener al mismo tiempo ‘un doble juego’, ‘una doble vida’ pensando que se sigue al Señor pero sin romper con esto, sin romper con lo otro. Existe una tendencia a querer poner enseguida a dos señores, como se dice popularmente ‘poner una vela a Dios y una vela al diablo’, y claro, este doble juego no sirve delante de Dios. Es necesario una conversión.


Pero yo estoy observando una cosa. La palabra ‘conversión’, si se fijan, hoy en día en nuestra cultura actual, en nuestro momento es una palabra que está bajo sospecha, que suscita incluso una cierta antipatía. Porque está bien visto decir ‘hay que ir madurando’, ‘tenemos que ir creciendo’, ‘tenemos que ir dando pasos’, pero el convertirse está mal visto: es una palabra que tiene ‘mala prensa’. ‘Mala prensa’ porque parece que enseguida ‘se pone bajo sospecha’ el tener cambios de vidas así como radicales, que haciendo eso parece que ‘te han comido el coco’. Parece que enseguida se pone bajo la sospecha de que ‘te han comido el coco’ a todo aquel que ha tenido un cambio de vida radical. Y en el fondo es una sospecha hipócrita porque resulta que si alguien ha tenido fe y por lo que fuera se ha alejado de su fe para entrar en un montón de dudas es cuando se dice; ‘es que ha tenido una crisis’, y parece que eso se respeta, claro. Y se les dice ‘es que hay que respetar su momento de crisis’. Sin embargo como alguien estuviese alejado de Dios y se acerca radicalmente a Él, entonces se ve bajo sospecha un cambio tan radical de vida, parece que ‘le han comido el coco’. Bueno, ¿y porque no decimos que le ‘han comido el coco’ a aquel que se ha alejado de Dios?. Lo curioso es que únicamente se ve bajo sospecha al que se acerca a Dios y al que se aleja no. Es necesario denunciar esta hipocresía porque en el fondo es no abrirnos plenamente a la novedad del Evangelio de transformarnos, de dejar que nos cambie, de ‘hacernos hombres nuevos’. Por supuesto que muchas personas que se han podido alejar de Dios y a veces de algunas maneras muy repentina no están entrando en una crisis sino que han sido ‘seducidas por el mundo’. Muchos de nuestros hermanos nuestros que se han alejado de Dios no han entrado únicamente en crisis, sino que se les ‘ha comido el coco’ y se han dejado seducir por el mundo. Por eso nos tenemos que desacomplejarnos, quitarnos el complejo a la hora de describir lo que sucede a nuestro alrededor. Por supuesto que muchos adultos y jóvenes son seducidos por el mundo en el alejamiento de la fe. Y a eso que con mucha timidez llamamos ‘procesos de crisis’ no es otra cosa que un proceso de conversión al mundo en vez de ser una conversión a Dios. No nos avergoncemos que nuestra conversión sea al bien, que nuestra conversión sea a Dios. Y no llamemos con términos de ‘crisis personales’ cuando se trata de alejarse de Dios y luego nos acomplejemos de lo contrario, de que el acercamiento a Dios no únicamente se produce por procesos largos, sino que también hay momentos de gracia en los que Dios toca los corazones y derriba del caballo, como hizo con Pablo. Hay momentos de conversión de los que no tenemos que sospechar, de los que no tenemos que poner bajo sospecha de que allí ha habido una especie como de radicalismo poco madurado, poco personalizado… no pongamos de sospecha, de entrada cuando alguien ha tenido un regreso radical a Dios, una ruptura con su forma anterior de vida. Tenemos que permitir a Dios ser Dios, y Dios es Soberano, y Dios es muy dueño de que los caminos que tiene para cada uno sean únicos e irrepetibles y algunas personas tienen procesos de conversión largos y sin embargos hay otras personas que tienen momentos en los que Dios ‘les derriba’ de una manera bastante escandalosa ante los ojos del mundo y se dan cambios de vida que el mundo no entiende y lo pone bajo sospecha. Ahora bien, ¿quién somos nosotros para decirle a Dios con qué ritmos tiene que hacer las cosas?. Confiemos en que Dios puede hacer obras grandes con cada uno de los que confianza se acercan a Él.


De la misma manera que en vez de llamar ‘nuestros pecados’ lo que decimos es ‘nuestros errores’. No llamemos ‘errores’ a los pecados. El pecado es pecado. Tampoco lo llamemos ‘proceso de maduración’ a lo que es conversión. Parece que a veces estamos como ‘secularizando’, como quitando su contenido religioso, su contenido de impacto de frescura evangélica a la forma de hablar.


El mayor enemigo de la conversión es ‘la dureza del corazón’. La ‘dureza del corazón’ es aquello que impide, que retarda la llamada a la conversión.


Mateo 13,14, es un pasaje del Evangelio que emplea un lenguaje que debe ser interpretado correctamente. Eso de ‘no sean que vean con sus ojos, no sea que sus oídos oigan, que entiendan y se conviertan’, pareciendo como si Dios no estuviera queriendo que alguien se convirtiera. Cristo nos dice que en los que tienen dureza de corazón, en aquellos que se resisten a la conversión, a aquellos que ‘les rebota’ la llamada de Jesucristo a la conversión, en ellos se cumple la profecía de Isaías:


«Oir, oiréis, pero no entenderéis. Mirar miraréis, pero no veréis, porque se ha embotado el corazón de este pueblo. Han hecho duros sus oídos y sus ojos han cerrado. No sean que vean con sus ojos, sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan y yo los sane». Se utiliza esta forma tan provocativa de expresarlo y es una referencia al Antiguo Testamento, del profeta Isaías 6,10 en donde se enfatiza que Dios se oculta a quien no le busca y Dios se revela al alma que limpiamente le está buscando. En el fondo es como si Dios reafirma la libertad del hombre y del mismo modo que Dios condena al que se cierra a la gracia. Es el propio hombre el que se ha condenado y también está la condena de Dios del que libremente se ha cerrado a la gracia divina. Es como decir: tú libremente has tomado esa opción y Dios la respeta y la confirma. La dureza del corazón es la que nos hace refractarios a la conversión, no es que Dios no quiera que te conviertas. Dios está deseando tu conversión y es más, ha entregado a su único Hijo por nuestra salvación, pero es cierto que el Señor respeta en una decisión que la hace con dolor por parte de Dios. El dolor de Dios cuando respeta la decisión del que no se convierte es el mismo dolor del de un padre y de una madre que tiene que respetar la decisión de un hijo que va por el mal camino y ya es mayorcito de edad y no tienen otro remedio que respetarle. Le respeta no sin un gran dolor en su corazón, también es mismo le pasa a Dios. Esa dureza de corazón es lo que hace a uno inalcanzable a la misericordia de Dios, le rebota. Por eso dice el Señor a los duros de corazón que «oiréis pero no entenderéis». El refrán castellano dice: «No hay razones para quien no quiere entender». Siempre le rebotará porque no tiene una decisión de conversión. Porque tiene una disposición primera que le hace refractario.


Les voy a poner un ejemplo: Alexis Carrel, un autor del siglo pasado, del siglo XX, que tuvo una conversión pues muy sonada porque él formaba parte de un ámbito de la Francia atea, de un ámbito ateo, intelectual que se afanaba, que alardeaba de su ateísmo. Este hombre mantenía con la Iglesia una especie de alardeo de su alejamiento. Y resulta que al ser médico vivió un episodio milagroso de curación en Lourdes de un enfermo que él atendía. Era un enfermo al que era tan grave su estado de salud que Alexis Carrel se había atrevido a burlarse y a retar a las religiosas de Lourdes, Hijas de la Caridad en cuyo hospital él también trabajaba como médico. Y se burlaba diciendo a las Hijas de la Caridad: ‘¡Que se cure éste en Lourdes!, que se cure este en Lourdes y entonces yo me meto monje’. Se había atrevido a hacer esa especie de reto. El caso es que aquel hombre, aquel enfermo pues fue en los anales de la historia de Lourdes una de las curaciones más escandalosas y espectaculares y médicamente más inexplicables. Entonces este hombre, éste médico que había visto que en su soberbia él no podía reconocer esa curación milagrosa de la cual él había sido testigo ya que era un paciente suyo y había conocido el informe médico de primera mano y con todo lujo de detalles. Este médico cuando constató que esa curación se había producido, sin embargo era tal la dureza de corazón que tardó cuarenta años en reconocerlo después de haber sido testigo de ese milagro, de esa curación. Tardó cuarenta años en dar ese paso a la conversión. Y él lo cuenta en su biografía. Él nos dice ‘que tardó cuarenta años en dejarse conmover por ese signo de curación que Dios había hecho’. ¿Por qué?, porque en el primer momento convertirse para él no era aceptar una teoría, era un sentirse humillado ya que era una intelectualidad allá en París en donde allí él se había alardeado de su ateísmo, y suponía ser humilde, suponía romper con una vida, suponía romper con una imagen, ser como un niño y su soberbia no se lo permitía. Quiero decir con esto remarcando eso que dice la Sagrada Escritura ‘oiréis pero no entenderéis, miraréis pero no veréis’, porque la conversión requiere un corazón de niño; un corazón que cuando ve la verdad se arrodilla ante ella y no le importa ni quedar bien ni quedar mal, ni lo que piensen de mí, no soy el esclavo de mi imagen ni de lo que yo he dicho ni de lo que yo he mantenido, sino que somos libres, con un corazón de niño indispensable para que se pueda llegar a la conversión.


Se denomina sacramento de la Penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador. La palabra ‘penitencia’ subraya que hay una virtud que tiene que ser desarrollada de una manera constante, que hay un proceso de crecimiento paulatino. El cristiano adulto tiene que haber ido creciendo conforme ha ido creciendo su vida de práctica piadosa, su vida de acercamiento a los sacramentos. Y el sacramento de la penitencia supone un cambio de mentalidad, supone una ‘metanoia’. No se trata únicamente de cambiar actitudes externas, no se trata únicamente de dejar de hacer ciertas cosas que están mal hechas o que son de poca educación. La conversión no es únicamente un cambio de acciones externas, no es ‘un lavado de cara’, se trata de una ‘metanoia’, es decir, de un cambio de mentalidad; un cambio de prioridades en la vida. Es marcar el Norte en Cristo y aquel que marca como Norte a Cristo cambia la perspectiva de su vida. Porque puede ocurrir que alguien que aunque exteriormente tenga una obras que son comedidas, que no son escandalosas, en el sentido de que ‘sabe guardar las formas’, que no hace ningún acto externo que sea llamativo o irrespetuoso, sin embargo es posible que él en sus criterios, en sus valores, en sus prioridades esté siguiendo la ‘bandera del mundo’, me refiero a que piense como el mundo; que tenga como aspiraciones en su vida la comodidad, el dinero, el poseer, el prestigio, el quedar bien… pero ¡ojo!, no se trata únicamente de una conversión de unas determinadas acciones externas. Se trata de un cambio de mentalidad, de que el ‘motor de tu vida’ no sea el prestigio, de que el motor de tu vida no sea el poseer, no sea el placer: Que el motor de tu vida sea Jesucristo. Por lo tanto la palabra ‘penitencia’ subraya mucho de que este sacramento que la moralidad que Cristo nos predica no se entiende como un cambio exterior de nuestras acciones, sino de un cambio de mentalidad, de un cambio de corazón. La cuestión no es que venga uno y te pregunte si ‘esto o aquello otro es o no es pecado’, la cuestión que interesa es ¿esto le agrada a Dios?, ¿esta forma de pensar, de amar, de actuar agrada a Dios?; ¿esto es conforme al designio de Dios con mi vida?. Esto es vivir nuestra vida conforme a la virtud de la penitencia y conforme al sacramento de la penitencia. No se trata de evitar determinadas acciones externas pero en el fondo pensando como piensa el mundo, sintiendo como siente el mundo.


El término de sacramento de la penitencia comprende este ‘cambio interior’ de aquel que sigue a Cristo y entiende que tiene que ir conformándose Jesucristo en su humildad y en su abajamiento, en su forma de ver las cosas. Dense cuenta del reproche que Jesucristo hizo a sus Apóstoles: «Vosotros pensáis como los hombres y no pensáis como Dios». Les reprocha que su visión sea meramente carnal. Jesús quiere que tengamos otra forma de ver las cosas, que veamos las cosas desde la perspectiva de los designios de Dios. No como aquel Pedro carnal que quería apartar a Jesús de la cruz que pensaba como los hombres y no pensaba como Dios. La penitencia subraya esta conformación con Cristo para llegar a juzgar, a sentir, a percibir nuestra vida desde estos criterios divinos.

sábado, 9 de abril de 2011

Homilía del domingo quinto de cuaresma, ciclo a

V DOMINGO DE CUARESMA, ciclo a

Cuando he tenido que llevar algo o alguna ropa litúrgica a una tintorería siempre he señalado a la dependienta donde estaban las manchas y si habían sido causadas por cera de las velas, por el carbón del incensario, por el vino de misa o simplemente por el barro. Realmente al conocer la causa de la suciedad ayuda a poder solucionar el problema. Pues bien, hoy el profeta Ezequiel nos habla, no de suciedad, sino de otra cosa aún peor, de podredumbre, de putrefacción. Nos dice que Dios va a abrir nuestros sepulcros y que nos sacará de allí para conducirnos a la vida sin fin. Yo aún no he tenido que exhumar o desenterrar ningún cuerpo humano, pero supongo que sea algo muy impactante. Sin embargo Dios que hizo todo “a partir de la nada”, que “llamó a la existencia” lo que no existía y que tiene el poder de crear con su palabra, nos resucitará. ¿Cómo será eso?, ¿cómo podrá recomponer cuerpos que se han descompuesto?, ¿qué sucederá con los que han sido incinerados?. Ni yo ni nadie puede dar respuesta a estas preguntas. Sólo Dios lo sabe y sólo Dios lo llevará a cabo. Y esto de resucitarnos lo hará, porque Dios siempre cumple sus promesas.

Después, en la segunda lectura, cuando San Pablo escribe a la comunidad de los Romanos nos está señalando esas manchas que podemos tener en nuestra vida e incluso nos dice por qué cosas pueden estar causadas. San Pablo quiere que “abramos los ojos”, que nos demos cuenta que «vivir según la carne» es llevar una existencia ignorando a Dios, apartándolo al margen de nuestra realidad, aferrados tan sólo a aquello que vemos, tocamos y podemos poseer. Una vida así, aunque nos parezca razonable, es muy limitada y trágica, pues nos encontramos ante los límites de la muerte, el dolor y la soledad. Vivir sin tener en cuenta a Dios convierte la existencia en un intervalo lleno de luces y de sombras, pero marcado por el sufrimiento y la falta de sentido.

Ahora bien, «vivir según el espíritu» es reconocer que todos procedemos de Dios, en Él tenemos nuestras raíces más hondas, y Él nos sostiene en la existencia. Vivir así es acoger a Dios y darle un lugar en nuestro devenir diario. Quien abre su corazón a Dios, está dejando que el amor empape toda su vida. Y esta vida ya no es un lapso de tiempo vacío sin sentido, sino un camino que comienza en la tierra y se alarga hasta la eternidad. De ahí las palabras de San Pablo: “el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos, dará la vida a vuestros cuerpos mortales”. Pablo regresa a la médula de su mensaje, de su predicación. El ansia de todo ser humano, la sed de trascendencia y de inmortalidad, se ve colmada con Jesucristo y su resurrección. No es un deseo ni una ilusión, es una esperanza firme, confirmada por la experiencia que los apóstoles han tenido al ver a Jesús resucitado.

Vivir según el espíritu no sólo entraña una gran paz y coraje interior. Esta forma de vivir tiene consecuencias prácticas, y a esto se refiere Pablo cuando habla de obrar según el espíritu, y no según la carne. Creer en Dios, vivir con esa perspectiva trascendente, ha de modificar nuestra forma de actuar y de estar en medio del mundo.

Quien vive así, ya no puede ser frívolo, inconsecuente o insensible ante los demás. Vivir según la carne significa una vida centrada en uno mismo y en el propio bienestar, sin preocuparse del mundo ni de cuantos nos rodean. Vivir según el espíritu nos llevará a seguir el ejemplo de Cristo, generosamente, abiertos a los demás e imitando la bondad de Dios.

sábado, 2 de abril de 2011

Homilía del domingo cuarto de cuaresma, ciclo a

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA, ciclo a

Para Dios no valen nada las apariencias. Lo único realmente valioso es lo que el hombre lleva dentro, lo que piensa, lo que intenta, lo que realmente es. Lo demás no sirve para nada. A lo más valdrá para engañar a los hombres, pero de ninguna manera para engañar a Dios. En la primera lectura, tomada del primer libro de Samuel, el mismo Dios nos elige a un muchacho que perfectamente podría haber pasado desapercibido, sin embargo, Dios se fijó se él para ocupar un cargo muy importante en el pueblo judío.

Ese muchacho se llamaba David y se dedicaba a guardar el ganado. Un zagal que cantaba y componía versos, un muchacho más a propósito para paje que para rey. Pero Dios se había fijado en él. Y cuando llegue el momento se despertará el fiero guerrero que duerme en sus dulces ojos. Y confiando en el poder de Dios, él, un zagalillo, lanzará con rabia su onda contra el temible Goliat, aquel gigante filisteo que tenía amedrentados a los guerreros de Israel.

Y David, persuadido de la ayuda divina, le clavará un redondo guijarro entre ceja y ceja, haciendo rodar por tierra al poderoso enemigo, vencido, muerto... Dios es así. De un pastorcillo olvidado de todos hace el más grande rey de la historia de Israel. Y es que su mirada es diferente de la nuestra, totalmente distinta. Él no se fija en lo que externamente aparece. Dios ve y valora lo que hay dentro del hombre.

¿Cómo podemos ir adquiriendo una mirada como la del Señor?. ¿Cómo educar nuestra mirada para mirar más allá de lo aparente?. Es que resulta que no basta con tener ojos para ver. El ojo necesita luz para ver. Hay que recibir la luz para ver. Y esa es la lección que nos da Juan en este Evangelio. La luz es Cristo. Aquel que cree en Jesucristo es aquel que va haciendo suyos los sentimientos del Señor.

La Cuaresma es toda una catequesis que nos ha de llevar a “caminar como hijos de la luz, buscando lo que agrada al Señor”, como dice San Pablo hoy a los cristianos de Éfeso. Jesús es la LUZ, con mayúsculas, esa que nos ayudará a verle a Él cerca de nosotros, y a vernos a nosotros mismos, y reconocernos como sus discípulos, invitados a dar testimonio de lo que Dios ha hecho con nosotros y en nuestras vidas. No somos “súper-hombres”, ni “súper-mujeres”, tampoco David y el ciego lo fueron, pero con la fuerza de Dios llegaron a ser “como una luz” en medio de las personas con las que convivían, y eso si que está a nuestro alcance.

Cada vez que nos acercamos a la Eucaristía, Jesús nos abre los ojos, nos limpia la mirada, para que podamos descubrirle aquí, y también ahí fuera, en los hermanos, especialmente entre los que sufren, entre los necesitados, entre los pequeños, entre los abandonados, siempre entre los más pobres. Ojala que podamos abrir nuestro corazón para que Él sea nuestra LUZ. “Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz”.