lunes, 20 de septiembre de 2010

De EPC a Educación Sexual Obligatoria - 4, por Jaime Urcelay

De EPC a Educación Sexual Obligatoria - 3, por Jaime Urcelay

De EPC a Educación Sexual Obligatoria - 2, por Jaime Urcelay

De EPC a Educación Sexual Obligatoria - 1, por Jaime Urcelay - 2

De EPC a Educación Sexual Obligatoria - 0, por Jaime Urcelay - 1

PPE | Ni un paso atrás

Santa Bernadette Soubirous (PARTE VII)

CAPÍTULO SÉPTIMO

A Jesús por María

La cruz de las visitas.

A su entrada en Saint-Gildard, donde había venido para esconderse, Sor María Bernarda había recibido de sus superioras la seguridad de que no sería molestada por los visitantes, salvo casos excepcionales. Si bien en su oficio de enfermera había estado libre de sus impertinencias, en su oficio de sacristana, por el contrario, estaba mucho más expuesta. Así, cierto día una señora había venido a Saint-Gildard para encontrarse con ella. Viendo un grupo de religiosas en el claustro, se dirigió a una de ellas:

- ¿Me podría usted indicar quien es Sor María Bernarda?.

- ¿Usted pregunta por Sor María Bernarda?.

- ¡Ah!, muy bien, - respondió evasiva la misma religiosa y se alejó discretamente.

Viendo que no volvía, la señora se dirigió a otra religiosa haciendo la misma pregunta. Ésta la replicó:

- ¿Sor María Bernarda?, pero, ¡ si es esa misma con la que acabáis de hablar!. La habéis visto marcharse, pero no contéis con que vuelva.

Era ella, en efecto, quien había esquivado su compañía como solía hacerlo en casos parecidos.

Había también quienes con disimulo permanecían en algún lugar por donde ella podía pasar. Un día ella percibió un grupo que estaba tras la puerta del refectorio del que las hermanas comenzaban a salir. Su primer impulso fue salir por otra puerta, dando cuenta a su vecina de su malestar: “Vienen a verme como si fuera un animal raro”. Después, tomándolo con paciencia dijo: “¡Bien sea!, me ofreceré en espectáculo como ese animal, con tal de que yo sea bestia del buen Dios”. Y pasó ante ellos fingiendo no enterarse.

Algunas veces la Superiora le hacía saber que una personalidad laica solicitaba una entrevista con ella. Entonces ella buscaba algún pretexto para esquivarlo. Sin embargo, cuando se trataba de obispos cedía. Sin buscar disculpas; pero no sin hacer saber su desagrado a quienes estaban entonces con ella: “Estos pobres obispos –susurraba-, harían mejor quedándose en su obispado”.

Cuando María Bernarda estaba en cama durante sus crisis la Superiora se abstenía de enviarle visita alguna. Hizo, sin embargo, una excepción. Un día llegó una señora con su pequeña Magda, de seis o siete año de edad. Al manifestar su amarga decepción de no poder encontrarse con Sor María Bernarda, la Superiora para consolarla permitió que la niña fuera a ver a la enferma.

Marga sin preámbulos abordó a Sor María Bernarda:

- Sor, ¿ha visto usted a la Virgen?.

- Sí.

- ¿Es muy guapa?.

- Tan bella que si se la ha visto una vez, nos parece tarde la muerte para verla de nuevo.

Después de haber obtenido la promesa de Sor María Bernarda de que rezaría por ella y por su mamá, la pequeña salió marchando a reculas para contemplar el más largo tiempo posible y conservar en su memoria el bello rostro de aquella que había visto lo invisible.

Lo que he visto es mucho más hermoso.

Ni el pensamiento ni el corazón de María Bernarda se alejó jamás de Lourdes. Mantenía con los suyos estrechos vínculos, les mimaba para que tuvieran entre sí un buen entendimiento, reprendía a sus hermanos cuando emperezaban en escribirle y les daba consejos para su futuro. Consolaba a José y Toñita, que perdían todos los hijos uno tras otro.

Habiendo mejorado su salud a primeros de julio de 1876 hubiera podido volver por Lourdes con un grupo de religiosas de Saint Gildard que acompañaron a su nuevo Obispo con motivo de la consagración de la basílica y la coronación de la imagen. Bernardita rehusó participar en tal viaje. Temía ser vista y reconocida, admirada y festejada. Lourdes ya no le incumbía. Había acogido el mensaje de María, le había transmitido a los hombres y se había retirado a Nevers para vivirlo. Únicamente la Inmaculada Concepción debía de quedar allí a la luz, para atraer a las muchedumbres hacia su Hijo.

Se contentó con entregar al Padre Perreau, que celebraba la misa cada día a la comunidad, varias cartas para su familia, para las Hermanas del Hospicio y para el Párroco, don Peyramalle. A su retorno, el sacerdote vino a traerle las noticias de unos y otros y a transmitirle mil frases afectuosas, entre ellas las del reverendo Peyramalle: “Decirla que ella es siempre mi hija y que yo la bendigo”.

Una religiosa que había tenido el privilegio de asistir a aquellas grandes fiestas, le dijo a su vuelta:

-¡Fíjate que cosas tan hermosas han sucedido en la gruta!. ¡Que pena que no las hayas visto!.

- Hermana, no te de pena –le respondió-, lo que yo vi es mucho más hermoso.

Los cambios de estación.

La salud de Sor María Bernarda no conocía sino raros periodos de calma. Un tumor en la rodilla acrecentaba sus molestias obligándola a andar con muletas. Con frecuencia sus accesos de asma venían a sustituir a las crisis de hemotisis, cuando no ambas se acumulaban. Entonces quedaba condenada a permanecer día y noche en la cama con las blancas cortinas echadas, lo que llamaba ‘su capilla blanca’.

Para mantener su oración en estos momentos tan penosos había colgado un crucifijo, varias estampas de la Virgen, de su Santo Patrono y varias otras que recordaban la Pasión y la Eucaristía. Durante sus horas de descanso se peinaba o bordaba pequeños corazones en tisú, que las religiosas distribuían entre sus visitantes. Durante la Cuaresma pintaba o grababa los ‘huevos de pascua’ destinado a los niños del orfelinato.

Cuando retornaban los hermosos días se levantaba para hacer algunos trabajos en la casa ayudándose de sus muletas. Paseaba en el jardín admirando las flores. Iba a rezar a San José en el oratorio o a la Virgen ante su imagen de Nuestra Señora de las Aguas.

Cuando se encontraba con fuerzas para ello iba a participar en la recreación con las novicias, a quienes divertía con sus cantos regionales y sus grotescas historias o imitando al doctor Saint-Cyr. Los días de mal tiempo se quedaba en el obrador para festonear las sabanillas del altar o bordar las albas de encaje, ¡verdaderas maravillas!.

En uno de estos periodos de descanso le llegó la noticia de la muerte del reverendo Peyramale. La religiosa que le había llevado la noticia notó su reacción: “No dio más que un débil grito, como un gemido de desfallecimiento: “¡Oh, el Señor Cura!”. Nunca un llanto tan desgarrador ha herido mis oídos. Se puso de rodillas juntando las manos, hundida bajo el golpe de esta muerte”. Sucedía el 8 de septiembre de 1876, el día en que la Iglesia celebra la Natividad de María.

Como un pájaro con las alas rotas.

Cuando Sor María Bernarda tenía que guardar cama era la admiración de la enfermera, quien ensalzaba su paciencia:

- ¡Qué paciente eres!, -le dijo un día.

- Sor María Bernarda al responder no le ocultó los límites de su naturaleza humana:

- ¡Que remedio!, pero me viene bien renovar mi sacrificio e intentar ser paciente… me doy cuenta de que no lo soy… sobre todo cuando se me incordia como hoy.

- ¿Y quién te incordia?.

- ¿Pues no ves ese rayo de sol que viene justo a pasearse sobre mi cama para provocarme, para decirme que hace un tiempo espléndido y … que yo debo quedarme en mi prisión?. Y esos pájaros que cantan llamándome a fuera, a mí que yo estoy en una jaula ¿no los oyes?.

Así era, esta inacción física pesaba sobre Sor María Bernarda; pero lo que deploraba, sobre todo, era el sentimiento de su inutilidad en el seno de la comunidad después de haber sido el instrumento para la difusión de un tan bello mensaje de esperanza, ahora no era, según ella, buena para nada. Como una ‘escoba’ detrás de una puerta después de usada.

Nuestro primer movimiento no nos pertenece.

En Lourdes la Virgen había pedido a la muchacha Bernardita que orase por los pecadores, y ésta en el transcurso de los años había tomado más y más conciencia de ser una gran pecadora. Le costaba muchísimo dominarse en sus réplicas ante cualquier contradicción. Algunos episodios revelados por sus compañeras lo confirman. Un día una hermana que tenía por ella gran admiración, le pidió tocase su rosario bajo el pretexto de que pudiera observar que estaba oxidado. La reacción fue inmediata:

- Rézale con más frecuencia y no se oxidará.

En otra ocasión, habiéndola visto una religiosa tomar tabaco (por orden del doctor Saint-Cyr) le espetó:

- Hermana… no seréis canonizada.

- –Y Bernardita como un rayo:

- ¿ Vas ha serlo tú ,acaso,por no tomarlo?.

Estas salidas de genio, de las que inmediatamente iba ella a pedir perdón, no eran en ella sino manifestación de que nuestro ‘primer movimiento no nos pertenece’. Pero falta ese segundo movimiento, no siempre conforme con el ideal evangélico.

Es pecador quien quiere serlo.

Sor María Bernarda conservaba todavía cierta desconfianza aumentada por una terquedad que ella calificaba de cabezonería. El sentimiento de haber sido una muy indigna mensajera de la Inmaculada le hacía sufrir: “¡He recibido tantas gracias, tengo miedo de no corresponder!”.

Esta opinión de sí misma había engendrado en ella una angustia que le turbaba hasta el sueño y que nada, ni siquiera la oración, lograba desvanecer… hasta que oyó una plática del nuevo capellán de la comunidad, el Padre Fevre.

Bernardita no pudo disimular su alegría y al salir de la capilla dijo a la Hermana en cuyo brazo se apoyaba para caminar:

- ¡Oh, qué contenta estoy!. El Padre capellán ha dicho que, si no quieres hacer un pecado, no lo has hecho.

- Sí, ya lo he oído. ¿Y qué?.

- Pues que yo entonces no lo he cometido jamás, pues yo jamás lo quise.

Un tal director iba a serle una ayuda preciosa para ser más receptiva de esa fuente de agua viva que es Cristo. Después de haber librado su conciencia de los restos turbios de los escrúpulos que la estorbaban, la invitaría a consagrarse con mayor confianza a su amor misericordioso.

Pasos hacia Dios.

Sor María Bernarda iba con toda serenidad trabajando para liberarse de estos residuos de amor propio sostenidos por su temperamento. Son testigo estos varios propósitos anotados en una pequeña libreta:

“Cuanto yo más me rebaje, más creceré en el corazón de Jesús.

Agradecer de inmediato como una gran gracia los desprecios y humillaciones…

Soportar cada palabra hiriente como un paso para acercarme a Él”.

Ella iría haciendo estos pasos hacia Él avanzando aún más por el camino del despojo del yo:

“Iré –escribe- al encuentro de las personas que me hayan mortificado y seré buena con ellas, no por ellas mismas, sino por amor a Nuestro Señor”.

“Recordaré frecuentemente estas palabras: sólo Dios es bueno y de Él espero la recompensa”.

El detalle siguiente es revelador del fruto conseguido por los esfuerzos de Sor María Bernarda para llegar a eso que los teólogos llaman la santa indiferencia’. Un día en que se encontraba bastante fuerte subía la escalera del brazo de una hermana para volver a la enfermería y se cruzaron con la Superiora que les llamó “personas inútiles”. Su compañera se echó a llorar y Bernardita intentó consolarla diciendo: “No llores por tan poco. ¡Puf, de estas somos muchas!”.

Sor María Bernarda no perdía ocasión para llegar a este despojo de sí misma aún en lo referente al gusto. Un día una hermana se había dejado quemar el puré que había preparado para ella. “Estaba muy turbada, -confiesa la culpable- de presentárselo así; pero Bernardita lo tomó a broma y se lo comió como si estuviera perfectamente”.

Otro día fue un chocolate quemado que se lo bebió sin la menor queja, dice también esta religiosa sonriendo vergonzosa. Esto fue para la culpable motivo de reflexión, con más impacto que la más agria reprensión.

Una mejoría de su estado la permitió el 8 de septiembre pronunciar sus votos perpetuos en la capilla de la comunidad.

El perfume de la amistad.

Esta ‘santa indiferencia’ no implicaba en Sor María Bernarda desinterés para esos momentos privilegiados que nacen de la amistad o del afecto familiar. Por la fiesta de Todos los Santos de 1878 una religiosa, que conocía su amor a las flores, había recogido un ramillete de violetas que habían retoñado al favor de un suave otoño. Se lo entregó a una novicia para que lo llevase a la enfermería con este mensaje:

“Mi querida hermana: hoy es vuestra fiesta ya que es la de Todos los Santos”.

Al día siguiente Sor María Bernarda le hizo llegar con la misma novicia una notita redactada así: “Pues si es mi fiesta, es también la vuestra. Aceptad la mitad de mis dulces”.

Hacia finales del año fue de nuevo ingresada en la enfermería. El 18 de diciembre tuvo la agradable sorpresa de recibir una visita inesperada: la de su hermano Juan María. Bernardita estaba tan débil que, para bajarla al locutorio, hubo de usarse un sillón. Podemos suponer la alegría del reencuentro y la inquietud de su hermano al verla tan debilitada.

El 18 de marzo, Toñita y José Sabathe llegaron a su vez a Nevers, alertados por las noticias pesimistas dadas por Juan María. Temiendo que no volverían a verla, habían querido venir a abrazarla por última vez y desahogar su corazón destrozado: Acababan de perder su quinto hijo. Bernardita no estaba en condiciones de darles el consuelo tal como ellos deseaban, pues apenas pudo comunicarse más que por gestos y con la mirada. Este sería para Toñita y Juan María el último encuentro con su hermana mayor tan querida de su corazón.

En el corazón del amor.

Sor María Bernarda iba a vivir la última etapa de su existencia en la tierra. Su estómago manifestaba una resistencia cada vez más aguda a tomar alimento. Los golpes de tos con hemotisis, asociados a frecuentes crisis de asma, la agotaban y asfixiaban. Las punzadas dolorosas de su rodilla paralizada eran tan violentas cuando estaba echada en la cama que era necesario sentarla en un sillón la mayor parte de la jornada. Por otra parte, el sufrimiento moral que soportaba era tan intenso como sus dolores físicos. Como Jesús en el Huerto de los Olivos se sentía abandonada de Dios. Pero esta unión con el Hijo la unía al Padre:

“Jesús desolado y al mismo tiempo refugio de las almas desoladas, vuestro amor me enseña que es en vuestro abandono donde debo encontrar toda fuerza de que tengo necesidad para soportar el mío…”.

Bernardita en su desamparo ponía su confianza en el Corazón de Jesús:

“Jesús, yo sufro y yo os amo… es a vuestro Corazón al que se elevan sin cesar mis gemidos”, y tornándose después hacia María: “Madre dolorosa, eh aquí a vuestra niña que no puede más… mira que estoy como vos al pie de la cruz”.

La Eucaristía era para ella un medio privilegiado de esta unión con Dios a la que aspiraba; era, según sus compañeras, ‘la respiración de su alma’. Cuando la recibía en su ‘capilla blanca’ unía sus manos, e indiferente a lo que la rodeaba parecía conversar con un personaje invisible. Un día manifestó a una hermana que se admiraba de su actitud:

“Considero que es la Virgen Santísima la que me da al Niño Jesús, y que yo le cojo y Él me habla. Debemos recibirle bien… Es de interés nuestro hacerle un agradable recibimiento, pues así Él deberá pagarnos el alojamiento”.

Sí, Sor María Bernarda estaba para partir hacia ‘otro mundo’. Estaba con María al pie de la cruz. El 28 de marzo recibió por quinta vez la Unción de Enfermos, que aceptó únicamente para tener fuerza para bien morir, y no como las veces anteriores para recobrar la salud.

Desde el Lunes Santo, 6 de abril de 1859 se agravaron los síntomas. Sus dolores sobrepasaron a veces el límite de lo tolerable. Entonces decía a la enfermera: “Buscad, por favor, entre vuestras drogas y mirar si tenéis alguna para reconfortarme. No puedo ni respirar, tan débil me siento. ¡Ay, si pudieras hallar algo para aliviar mis riñones!. ¡Estoy totalmente destrozada…!.” Este deseo de recurrir a algo para aliviar su sufrimiento la hace muy próxima a nosotros… ¡y tan humana!. Todo, como también su actitud con la hermana que la velaba por la noche sin cerrar ni un instante sus ojos. Bernardita pedía una que tuviera un sueño más profundo.

A Jesús por María.

Las visitas del capellán traían algún pequeño alivio a su corazón. El Martes Santo la exhortó con toda delicadeza a ofrecer su vida en sacrificio. Su respuesta fue sorprendente y al par admirable:

- Pero, Padre, ¡ si el dejar esta vida no es ningún sacrificio!, aquí cuesta tanto trabajo no ofender a Dios y donde se encuentra tantos obstáculos!..

- Seguramente –continuo él- no debe de ser un sacrificio ir a gozar para siempre los eternos esplendores de Dios… y tu, mi buena hermana, sin haber contemplado el rostro del Altísimo ¿sabéis, no obstante qué y cómo es la bondad de Dios?.

- Sí, -respondió ella después de un silencio- este es el recuerdo que me consuela y trae la esperanza a mi corazón.

Sor María Bernarda había contemplado realmente el reflejo de la bondad divina en el rostro de María, quien la había llevado a su Hijo. Desde entonces no había tenido sino un solo deseo: Unirse más íntimamente a Él. Hizo quitar de su ‘capilla blanca’ las imágenes y otros objetos que había colgado para sostener su oración… a excepción del crucifijo:

“Ahora, -dijo a quienes la rodeaban- ya no tengo necesidad más que de Éste”.

El Lunes de Pascua confesó a las enfermeras su estado de extrema debilidad:

He sido molida como un grano de trigo”. Última alusión al molino de su infancia. El miércoles la sentaron en su sillón para aliviarla de las llagas y facilitar su respiración. Hacia las 13,30 horas el capellán vino a visitarla. Se la oyó musitar:

Jesús mío, ¡Cuánto os amo!”.

Tomó su crucifijo en las manos, y se inclinó para besarlo ayudada por una hermana que le sostenía el brazo. Después, con una voz débil y temblorosa, Bernardita se abandonó a María:

“Madre de Dios, rogad por mí, pobre pecadora… pobre pecadora…”.

Dos gruesas lágrimas surcaron sus mejillas. Éstas fueron sus últimas palabras y sus últimas lágrimas. Su último suspiro. Tenía 35 años. Era el 16 de abril de 1879 a las 3,15 horas de la tarde.


ÍNDICE

Ÿ PREFACIO

Ÿ Capítulo I – Un solo corazón

Ÿ Capítulo II – Cuando lo visible se revela

Ÿ Capítulo III – Cuando la verdad es evidente

Ÿ Capítulo IV – Luces y sombras

Ÿ Capítulo V – El corazón en el cielo,

los pies en la tierra

Ÿ Capítulo VI – Amar y servir

Santa Bernadette Soubirous (PARTE VI)

CAPÍTULO SEXTO

Amar y servir

Su oficio la oración.

Después de su recuperación Bernardita retornó a sus actividades en el noviciado con vistas a su profesión. Sus propósitos, de que tomó nota en los días de los ejercicios espirituales preparatorios, son todo un programa de vida: “Vivir para Dios, para Dios en todo, para Dios siempre…no buscar más que a Dios en todas las cosas… Dios en todo y Dios siempre”. Por fin el 30 de octubre 1867 hizo profesión por un año.

Aquella misma tarde, según la costumbre, la Superiora distribuyó en presencia del Señor Obispo y de toda la comunidad reunida las obediencias (los empleos) de las nuevas profesas… a excepción de Bernardita, que llevará definitivamente el nombre de Sor María Bernarda. Monseñor Laurence, volviéndose entonces hacia la Superiora, pareció sorprenderse:

- ¿Y Sor María Bernarda?.

- Monseñor, no sabemos en qué ocuparla. No está bien para nada.

- Pues entonces…

- Si a su excelencia le parece bien, como una gracia, ensayaremos utilizarla en ayuda de la Hermana enfermera. Es lo único que sabe hacer.

Recordándo su encuentro en Lourdes, Monseñor dijo a María Bernarda:

- ¿Eres capaz de llevar el perol de tisana y limpiar las legumbres?.

- Lo intentaré –respondió ella con una ligera sonrisa que, con cierto humor respondía a la del Señor Obispo.

Éste, para cerrar la reunión le dijo:

- Yo os doy el oficio de la oración.

Guante de terciopelo y mano de hierro.

Bernardita comenzó, pues, su oficio de ayuda de enfermería, bajo las órdenes de Sor Marta. Todas las enfermas que llegaron a beneficiarse de sus servicios concuerdan en hablar de su delicadeza, su dulzura, su bondad, su cariño y su capacidad para consolar y animar. Y algo que no es de omitir: su buen humor que llegaba a contagiarse. Tenía interés en subir siempre que tenía tiempo para ello a la enfermería del segundo piso en el que se atendía a las enfermas seglares (nota del traductor: las que aún no habían hecho la profesión). Una de ellas dirá: “Me ponía bien la almohada, me enjugaba el sudor, me cogía la mano con la ternura de una verdadera hermana o madre”.

La salud de Sor Marta se deterioraba. A veces, Sor Marta, se veía obligada a guardar cama ella también. Entonces Bernardita cargaba con toda la responsabilidad, siguiendo, como es lógico las prescripciones del doctor Saint-Cyr.

La amabilidad y sensibilidad de Sor María Bernarda no excluía, si era necesaria, una cierta firmeza. Cierto día había dado órdenes a una joven postulante de que se mantuviera bien arropada en la cama. Ésta se aprovechó de un rato en que Sor María Bernarda había salido para recoger su libro de oraciones. Cuando volvió encontró a la enferma con los brazos al aire leyendo un libro piadoso. Bernardita se lo quitó, y poniéndolo fuera de su alcance, le dijo sin disimular su disgusto: “¡Aquí lo tienes!, ¡un fervor tejido de desobediencia!”. Eh aquí un hecho entre otros muchos que prueba que para Sor María Bernarda una devoción auténtica no puede abolir los deberes propios, por ejemplo: para un enfermo su deber es obedecer las órdenes del médico o del enfermero.

Lejos de los ojos, cerca del corazón.

A pesar de todas sus ocupaciones en la enfermería, Sor María Bernarda no olvidaba su país ni a su familia. Escribía con regularidad a Toñita y deploraba no conocer a su marido José Sabath. A través de ésta tenía relación con toda la familia: “Te pido que los abraces a todos por mí. Diles de mi parte las cosas más cariñosas. Menos me olvido de los niños (hermanos y primos). Diles que sean muy buenos y que recen una Ave María por mí todos los días, sobre todo cuando vayan a mi amada gruta…Me hallo perfectamente bien de salud… y soy feliz en todos los sentidos. Termino con un abrazo muy cariñoso para ti; y encargo al pequeño Pedro (ocho años) dé tres fuertes besos de mi parte a mi padre”.

Un año más tarde, en mayo de 1869, se le partía el corazón al ver partir hacia Lourdes a su Superiora y a una de las asistentas. Al no poder acompañarlas, les pidió fueran a saludar a su padre en el molino de Lacadé (que era ya de su propiedad) y a sus hermanos, a su hermana y cuñado, todos los cuales vivían con él.

La salud de Sor Marta marchaba hacia un final fatal. Sor María Bernarda hubo de tomar el cargo titular de enfermera. Felizmente su salud había ido mejorando. Y verdaderamente hacía falta fuera sólida en aquel otoño de 1870, en que los prusianos estaban a las puertas de la ciudad, por lo que fue instalado un hospital militar en Saint-Gildard. Esto trajo consigo un aumento de trabajo para ella, debido a la llegada de los soldados heridos. No por mucho tiempo, es verdad, pues el 28 de enero de 1871 se firmó el armisticio.

Justamente en estos días en que el peligro era más inminente, Francisco Souvirous, el padre, había proyectado venir a Nevers. Bernardita escribió inmediatamente a Toñita para disuadirla de esto: “Yo me sentiría muy dichosa de verle. Dile, sin embargo, que no se ponga en camino. Si, le sucediera alguna desgracia en el camino, me lo reprocharía toda mi vida”.

Me uno contigo en el llanto.

Este año en que Francia estaba en paz iba a ser duramente probada la familia Souvirous: murieron los dos primeros hijos de Toñita, Francisco su padre, y su tía Lucila (12 de febrero y 28 de agosto, los dos pequeños; 4 y 16 de marzo, Francisco y Lucila). Sor María Bernarda se apresuró en cada uno de estos tristes acontecimientos a escribir a unos y a otros para participar en su dolor y consolarlos. Este trozo de su carta a Toñita, después de la muerte de su padre y de su hija, impresiona también a nuestro corazón: “Ha tenido a bien Nuestro Señor quitarnos aquello que más amábamos en el mundo, nuestro querido y muy amado padre… me uno contigo en el llanto… tomo parte con todo mi corazón en la pena que tu corazón de madre está padeciendo… termino, mi muy querida hermana abrazando a todos muy cariñosamente. Te tendré presente al pie de la cruz, que es donde nosotros encontraremos fuerza y valor”.

Sor María Bernarda quiso participar también de la pena de Juan María que había entrado en los Hermanos de la Doctrina Cristiana y de Bernardo-Pedro, escolarizado en los Padres de Garaison. Lloraba con ellos no descuidando sus responsabilidades de hermana mayor, animándolos a cumplir los deberes de su estado y a orar por los vivos y difuntos de la familia.

Cara a cara con el Señor.

Sor María Bernarda tenía la plena confianza del doctor Saint-Cyr y la estima de todas las enfermas, las cuales consideraban como una gracia ser atendidas por ella. Pero sus repetidas crisis de asma, y sus dolorosos accesos de tos provocados por la inevitable evolución de su tuberculosis no le permitieron seguir con sus actividades de enfermera. Fue destinada a servir en la sacristía en los primeros días de 1874.

Este nuevo destino le iba a permitir pasar largo tiempo ante el tabernáculo. Allí cara a cara con Cristo, vencedor de la muerte, ella le escuchaba en su corazón y al par le confiaba todas las intenciones de su familia. No dejaba de implorar ante su altar la intercesión de María por todos aquellos que habían pedido sus oraciones, sin olvidar a los pecadores, por quienes la misma Virgen María, en la gruta de Massabielle la había invitado a orar.

Tenía especial cuidado por la limpieza de las sabanillas y del ornato floral, para lo que tenía tanto gusto como afición. En el curso de sus actividades como sacristana, vivía la unión con Dios con una familiaridad espontánea, como pudieron testimoniar un grupo de novicias. Cuentan que un día de Navidad, al coger al Niño Jesús para depositarlo en el Nacimiento que entre todas habían hecho, Bernardita les dijo estas palabras que se les grabaron en la memoria: “¡Cuánto frío debiste de pasar, mi pobre Jesusito en el establo de Belén!. No tenían corazón aquellos habitantes para ser capaces de negaros hospedaje”. Toda una meditación que nos llega al corazón y nos invita muy sencillamente a vivir amando.

Santa Bernadette Soubirous (PARTE V)

CAPÍTULO QUINTO

El corazón en el cielo, los pies en la tierra

De una vez por todas.

Las cinco viajeras llegaron a Nevers a las 22,30 del sábado 7 de julio. Un carruaje que las esperaba las condujo a su destino: el convento de Saint-Gildard. Solamente dos o tres hermanas habían quedado esperándolas para acogerlas y darles de cenar. Bernardita y sus dos compañeras fueron seguidamente conducidas al dormitorio de las novicias y postulantes.

A la mañana siguiente las tres recién llegadas fueron recibidas por la Superiora sus asistentas y la maestra de novicias, M. Vauzou, bajo cuya dirección quedarían en adelante. De acuerdo con Bernardita, llegada allí para “esconderse” se convino en reducir sus visitas en el locutorio a los casos inevitables. Para precaver en ella todo sentimiento de amor propio en lo referente a las apariciones se le prohibió expresamente abordar este tema con ninguna de las religiosas. Se le había propuesto que al día siguiente, delante de las Hermanas de las tres casas que la congregación tenía en la ciudad, relatara los hechos. Una sola vez. Una vez por todas. Ese día de mañana se la acompañó a visitar el convento. Después de comer fue conducida a la gran sala del noviciado, donde la Superiora la invitó a tomar la palabra ante un auditorio impresionante (unas trescientas religiosas). Muy tranquila hizo un relato completo de las apariciones y respondió con toda claridad y precisión a cuantas preguntas se le hicieran.

Consolarse pero sin olvidar.

De esta primera jornada Bernardita salió muy airosa, pero agotada. Si bien estaba contenta de poder llevar en una cierta medida la vida escondida que deseaba, no podía impedir que su pensamiento volara hacia todo lo que había perdido: su padre, que no había podido nunca soportar no tenerla junto a sí, su madre, cuya salud ya muy quebrantada corría el riesgo de agravarse por la pena, sus queridos Toñita y Bernardo Pedro, su ahijado, a quien no vería crecer; y su gruta, de donde le había dolido tanto arrancarse. También, las Hermanas del Hospicio, sus amigas… si, Bernardita lloraba tanto como lloraba su compatriota: “Aquel día de domingo Leontine y yo quedamos bañadas en lágrimas” (testimonio de M. Bordenave, en Santa Bernardita, “la confidente de la Inmaculada,” p. 119).

Este estado de tristeza iría atenuándose día tras día en Bernardita que, por lo demás, había encontrado un lugar que le daba paz. Había en lo más profundo del jardín reservado a las novicias una estatua de la Virgen sonriente y con las manos extendidas. Se la llamaba con el título de Nuestra Señora de las Aguas porque a sus pies brotaba una fuente, bien aprovechada para regar el jardín. ¡Una fuente como en Massabielle!.

Bernardita fue acogida con gozo por toda la comunidad, lo que no impedía que en una carta para las Hermanas del Hospicio, dejara desahogarse su corazón: “Rogad por mí cuando vayáis a la gruta. Allí me encontraréis en espíritu, sujeta al pie de esa roca que tanto amo…”.

Partícipe en la Pasión.

Con gran alegría para Bernardita la M. Vauzou le dio el nombre de su santo patrono: se llamaría sor María Bernarda. Como todas siguió las prácticas propias del noviciado: curso de explicación de la Regla, de Sagrada Escritura, de doctrina cristiana y también de francés y matemáticas. Era siempre muy amable, muy simpática en los recreos, siempre dispuesta a escuchar, a consolar, a dar un consejo. Ocupaba el tiempo libre en la costura y especialmente en bordar.

En las horas de oración era para todas aquellas que la veían un estímulo para una verdadera devoción: “Cuando Bernardita rezaba el rosario- hará notar una novicia de su promoción- se diría que estaba viendo a la Santísima Virgen como en Lourdes”. ¿Recogida Bernardita?, cierto, pero sin la menor afectación. No tenía pelos en la lengua para fustigar esos modales ostentosos de algunas para parecer más piadosas. Un día una novicia marchaba delante de ella, la cabeza baja y los ojos cerrados, dejándose guiar por su más cercana compañera que la llevaba de la mano para evitar algún tropezón. Bernardita la interpeló: “¿Por qué cerrar los ojos cuando hay que tenerlos abiertos?”.

Por lo que se refiere a la formación de su vida espiritual por medio de la lectura se tienen pocos detalles, si exceptuamos este su propio testimonio: le gustaba leer la Pasión y decía: “Cuando leo la Pasión me afecta más que cuando nos la predican”. ¡Que buena partícipe Bernardita…!

… Con los pies en el suelo.

Referente a las vidas de santos, rechazaba los libros de edificación que los presentan “tan celestiales que más bien nos desaniman”, afirmación lúcida de la que estamos inducidos a participar y a precisar: “la contemplación de su triunfo total no me enseña nada; la vista de su combate es lo que me enseña a luchar (H. Lasserre)”. Sí, Bernardita había comprendido que la santidad no consiste, de suyo, en ser sujeto de hechos extraordinarios sino, en mucha mayor parte, en una invitación para intentar vivir el mensaje evangélico según las posibilidades de cada uno. Esto es lo que ella se había propuesto mediante la observancia cada día de la Regla de la congregación. Contaba con que sus superioras la ayudarían a mejorar su carácter que ella misma calificaba de “muy malo”.

Bernardita iba a encontrar en la M. Vauzou un apoyo eficaz para caminar por todos los medios en el camino de la humildad, la mortificación y el espíritu de sacrificio. ¿Qué medios?. Dos eran los que se usaban en aquella época para combatir el amor propio por medio de ejercicios públicos de humillación: una palabra hiriente y la obligación de arrodillarse en la sala del noviciado y besar el suelo… La M. Vauzou no dejó de manifestar cierto aprecio a Bernardita cuando a finales de agosto de 1866 una crisis de asma, particularmente violenta, la obligó a guardar cama. La M. Vauzou invitó a las novicias a rezar por su curación: “No somos dignos de tenerla, pero debamos de hacer violencia al cielo”.

In articulo mortis.

Después de una ligera mejoría Bernardita tuvo un nuevo acceso de ahogo, agravado por penosas expectoraciones de sangre, primeros síntomas de un ataque de tuberculosis. El 25 de octubre el médico de la comunidad, el doctor Saint Cyr afirmó que no pasaría de la noche. El capellán vino a darle la Extrema Unción que así recibía por segunda vez.

Antes de partir para “el otro mundo” donde tenía prometida la felicidad, debía hacer su profesión religiosa. Bernardita deseaba vestir el hábito de sus queridas Hermanas de la Caridad, donde María la había conducido. Le fue concedida la autorización. Monseñor Forcade tuvo el detalle de ir personalmente a aceptar su compromiso (sus votos). Como ella se sentía demasiado débil para pronunciar la fórmula, él la leyó en su lugar, pidiendo que diera su asentimiento a cada artículo diciendo “Amén”.

Se adivina la tristeza de quienes la rodeaban cuando vieron a la Superiora imponerla el velo y a la M. Vauzou colocarla el crucifijo en sus manos y la Regla sobre el lecho. Apenas había salido el Obispo, Bernardita abriendo los ojos susurró con una sonrisa: “Yo no me moriré esta noche”. Después quedó placidamente dormida. Hacia las cuatro de la mañana, cuando la hermana enfermera que la velaba esperaba lo peor, Bernardita le dijo: “Estoy mejor; el buen Dios no me ha querido. He llegado a la puerta y me ha dicho: Vete, es demasiado pronto”.

Todo Saint-Gildard pareció revivir cuando al levantarse se enteró de que “ella” todavía estaba en este mundo. La convalecencia fue bastante larga. Bernardita se ocupó en tanto estuvo en el lecho en trabajos de costura o en leer los textos recomendados por la M. Vauzou.

En el transcurso del mes de noviembre había recuperado fuerzas suficientes para pasear por los pasillos y asistir a misa desde la tribuna de la capilla. Fue en este estado de debilidad, todavía bien real, cuando se enteró de la muerte de su madre. Su dolor fue tal que se desmayó en medio de una crisis de lágrimas. Sin embargo se sintió reconfortada cuando supo que su querida mamá había sido llamada por el Señor el 8 de diciembre, ¡ día de la fiesta de la Inmaculada Concepción!.

Un fondo de amargura.

Una vez restablecida Bernardita reanudó todos los ejercicios del noviciado; pues su profesión, hecha en “artículo mortis” debía reiterarse en la fecha que estaba prevista por la Regla. La M. Vauzou modificó entonces su conduzca con ella bajo el pretexto de que esta novicia había recibido gracias excepcionales, pretendió encaminarla cada día más lejos en el camino de la perfección. Comenzó a tratarla con frialdad. Muchas de sus compañeras aseguran un trato duro con ella, el tono seco con que le hablaba, su costumbre de llevarle la contraria. La misma M. Vauzou, más tarde lo reconocerá: “Siempre que yo tenía algo que decirle, tendía a decírselo con acritud.” Para Bernardita estos desaires fueron difíciles de soportar: “Al fin y al cabo- dijo en una ocasión a una Hermana señalando su corazón- no habría mérito en nuestro interior si uno no se dominara ”.

El ‘sagrario’ de la interioridad.

Lo que irritaba a M. Vauzou en Bernardita era su resistencia a confiar plenamente en ella, algo que pedía a sus novicias: “No tengáis secretos conmigo, si no es algo propio de la confesión”- les decía. Bernardita había tenido en Lourdes como primera maestra de novicias a la misma Virgen María cuyo corazón había abierto a Bernardita y enseñado a colocar toda su confianza en el de su Hijo; y por tanto, a comenzar ya en este mundo a vivir en el otro, en el que “solo Dios basta”. Eh aquí a fuente del despecho de la M. Vauzou. Esta hija de notario, cuya autoridad y competencia para formar buenas novicias eran incontestables, se sentía por primera vez fracasada. Aquella humilde hija de un molinero rehusaba entregarle su interior; y, sin embargo, era una de sus mejores novicias, querida de toda la comunidad, conocida y venerada en el mundo entero.

Bernardita estaba sufriendo con la actitud de su maestra; pero lo interpretaba como el instrumento de una gracia particular que la incentivaba a avanzar enérgicamente, con toda confianza por el camino de la verdadera felicidad. Por otra parte, en este camino al que conduce la humildad, había cogido un buen puesto. Algunas de sus compañeras también han dado testimonio de la pobre idea que Bernardita tenía de sí misma. Un día durante la recreación, colocándose entre las dos más altas novicias dijo: “¡Mirad lo que soy!, ¿podría, acaso, tenerme por algo con este tipo?”. Cuando se enteró de que el precio de sus fotos, difundidas en grandes tiradas, había descendido de 10 a 5 céntimos, se reía a carcajadas al verse a sí devaluada a la mitad.

Otro día una postulante, que hacía solo dos días había llegado a Saint-Gildard, se quejaba de que no la habían presentado a Bernardita. Una joven hermana le dijo:

-“¿Bernardita?”.-“Aquí la tienes”-

La novicia no ocultó su decepción a la vista de aquella joven tan menuda y de tan modesto aspecto:

-“¿Esto?”.- Dijo la novicia.

Prosiguiendo en el mismo tono, Bernardita le respondió:

-“Pues sí señorita, no es más que esto”.

Santa Bernadette Soubirous (PARTE IV)

CAPÍTULO CUARTO

Luces y sombras

Una entrevista que abre el porvenir.

Varios días más tarde el obispo de Nevers, monseñor Forcadé, vino a hacer una visita, en su calidad de superior, a las Hermanas de Nevers (las Hermanas de la Caridad de Nevers solamente tenían entonces aprobación diocesana). En tal ocasión manifestó el deseo de entrevistarse con Bernardita. La Superiora le condujo a la cocina donde en aquel momento Bernardita se ocupaba de raspar una zanahoria. Mirando de reojo, la Madre se la señaló diciéndole al oído: “Esa es”.

El Señor Obispo no quería tener simplemente una breve entrevista. Por ello al final de la comida pidió encontrarse a solas con ella. Él la pidió que le relatase los sucesos de Massabielle, lo que Bernardita hizo en un muy correcto francés. El Señor Obispo tenía la intención de tantearla sobre la eventualidad de una vocación religiosa. No pareciéndole correcto tocar este asunto de una manera demasiado directa, le hizo una pregunta previa:

- Muy bien, pero tú ya no eres una niña. ¿No te gustaría quizá encontrar una situación, un empleo en el mundo?.

- ¡Ah!, ¿Por qué no?, pero ¿qué?.

- Bueno, ¿por qué no intentas entrar en las Hermanas?.¿No lo has soñado alguna vez?.

- Es imposible, monseñor. Usted sabe bien que yo soy pobre, no tendré nunca lo necesario para la dote.

Cuando el Señor Obispo supo la razón que impedía a Bernardita manifestar la vocación que él había presentido en ella, se apresuró a despejar la objeción:

- Pero, hija mía, a veces se aceptan como religiosas muchachas pobres, sin dote, con tal que ellas tengan verdadera vocación.

Bernardita se sintió afectada por estas amables palabras; sin embargo tenía el sentimiento de ser ella por sí misma un obstáculo para solicitar cualquier modo de admisión.

- Pero, monseñor, las muchachas que vos admitís sin dote son hábiles o inteligentes, que pueden compensaros bien; pero yo no se nada ni valgo para nada.

El Obispo le contestó riendo:

- Hace un momento en la cocina me he dado cuenta de que vales mucho… para raspar zanahorias. En la congregación sabrán bien utilizarte. Por otra parte, en el noviciado completarás tu instrucción.

Todo estaba dicho. Para ella era como una puerta abierta a un discernimiento interior. Y para el Prelado el final de una prometedora conversación que se apresuró a referir a la Superiora. Ésta se manifestó dispuesta a aceptar la admisión de Bernardita si ella lo solicitaba; y al tiempo, determinada a prohibir a las Hermanas toda palabra capaz de influir en ella. Sabía, además, que intentar persuadirla no era el procedimiento más eficaz para atraer al convento a una joven de su temple.

El “sí, pero” de Bernardita.

El escultor no había estado ocioso en su taller una vez que retornó a Lyon. Hacia finales de marzo de 1864 daba el último golpe de cincel a su escultura con la que llegaba a Lourdes el día 30. Su primera visita fue para el reverendo Peyramale quien, a petición del escultor le acompañó para observar cual era la reacción de Bernardita al presentársela. Después de solicitar entrevistarse con ella fueron conducidos al locutorio. Antes que viniera, sacaron la estatua bien embalada en su caja de madera, y la colocaron sobre un pequeño mueble. Apenas vio entrar a Bernardita el sacerdote soltó, mientras señalaba a la estatua, la pregunta que le quemaba en los labios:

-¿Esta bien así?.

- Esta bien. – respondió Bernardita con aire evasivo; y después de un instante de reflexión: - Es muy bella, pero no es Ella… ¡Oh, no!. Se diferencia como la tierra del cielo.

Festejos.

Pese a sus imperfecciones la imagen de mármol puro sería colocada en el nicho en donde la Virgen había aparecido. El 4 de abril una procesión de 20.000 personas portando estandartes y cantando canciones, se formó ante la iglesia parroquial. El largo cortejo desfiló a través de las calles de la villa y vino a congregarse en los espacios recientemente acondicionados alrededor de la gruta. Monseñor Laurence acompañado de más de 400 sacerdotes quitó el velo que cubría la imagen y la bendijo: “Nos parece, -dijo, -que María todavía está aquí y que nosotros la vemos como la veía Bernardita ”. ¿Qué peregrino en Lourdes no hace suyas estas palabras del Prelado?.

Llantos y sufrimientos.

Sólo un hombre de la primera fila de aquella multitud exultante sentía más pena que alegría: era Fabisch. Había recibido por primera vez una herida en su amor propio con el severo juicio de Bernardita. Después que la imagen fue colocada en lo alto del nicho, un golpe aún más doloroso le hirió: “Debo hablar, -conferará, -de uno de los mayores disgustos de mi vida…es el que sentí cuando vi colocada mi estatua en su lugar, iluminada por una luz de reflejo… que le cambiaba totalmente la expresión”. (Memoria autógrafa 1878).

No era sólo el escultor quien no podía aquel día participar de la general alegría. El reverendo Peyramale estaba postrado en cama con una fiebre tan fuerte como repentina. En cuando a Bernardita, no había salido del Hospicio; ¿nueva crisis de asma?. O medida tomada por la Superiora para evitarle un baño agotador de multitudes, o para preservarla de sentimientos de amor propio que hubieran podido nacer en ella por una demasiada admiración de la gente.

Así, quien había visto con sus ojos a la Inmaculada y quien había creído en las palabras de su mensaje quedaron privados de la satisfacción, muy legítima, de ver como su imagen era colocada en ese lugar donde sería venerada por el mundo entero. El triste creador de la obra, bien presente, estaba él mismo no menos desencantado.

El “sí, pero” de la Madre Superiora.

Bernardita había sido dejada de lado en esta gran manifestación en honor de la Reina del Cielo; pero ella conservaba siempre viva en la memoria su imagen. Aunque no había vuelto a verla, frecuentemente oía que le hablaba al oído de su corazón. Aquel mismo día tuvo la impresión de que la Virgen la animaba a tomar la decisión de terminar su largo periodo de discernimiento. Anochecido pidió una entrevista con la Superiora para anunciarle que se sentía llamada a entrar en su congregación. La Madre se reservó darle respuesta hasta el 15 de agosto. Entonces le participó su admisión, que debía ser confirmada por la Superiora General de las Hermanas de la Caridad de Nevers. Por otra parte no sería en Lourdes donde habría de hacer su noviciado, sino en Nevers, sede de la casa-madre. La Superiora exigía el restablecimiento efectivo de su salud antes de la admisión.

Descanso y cariño.

¿Qué mejor para restablecerse y recuperar las fuerzas que un retiro en un encantador pueblecito lejos de la agitación de la ciudad y la mirada de los curiosos?. Es lo que vino a proponer a Bernardita una de sus primas, Juana Védère, de Momères, que vino a visitarla el 4 de octubre. Bernardita aceptó de inmediato la invitación. ¡Al fin podría pasar unas vacaciones de verdad en un cálido ambiente familiar!. La Superiora le permitió partir después de asegurarse de que, en caso de una crisis grave, podría intervenir el doctor Peyramale, hermano del párroco de Lourdes.

Estas vacaciones le fueron tan agradables que, proyectadas inicialmente para una semana, duraron al fin mes y medio.

En la escuela de la vida.

El 15 de noviembre, al volver a Lourdes, Bernardita recibió la agradable sorpresa de enterarse que había sido admitida en Nevers. Desde ahora en el Hospicio, sin ser considerada enteramente como una postulante, participaba más intensamente en la vida de la comunidad. ¿Será necesario hacer notar que sus momentos privilegiados eran los que pasaban en la gruta o con sus padres?.

Éstos, además, tuvieron necesidad de consuelo y ánimo cuando condujeron al cementerio al pobre Justino, su hijo, que a penas tenía 10 años. ¡Querido hermanito al que Bernardita había tantas veces acunado y cuidado durante las ausencias de su madre!. Redobló entonces las muestras de cariño a Toñita y a los dos muchachos, muy afectados también. Apenas pasaría un año y la última niña traída al mundo por Luisa moriría poco después de su nacimiento. Bernardita les ayudó a encontrar consuelo en la esperanza cristiana y en el pensamiento de que ellos tenían un intercesor más, en quinto en el cielo.

La elección sabia.

Bernardita se sentía útil en el Hospicio, especialmente cerca de los niños y de los enfermos de quienes era particularmente estimada. Por su parte ella apreciaba los cordiales sentimientos de las Hermanas y de sus compañeras, la mayoría de las cuales eran sus amigas. Sus visitas regulares a la gruta y a sus padres le daban un verdadero apoyo afectivo y espiritual. Para ella Lourdes era verdaderamente su cuna, el lugar al que sentía atada, donde ella asímismo deseaba continuar viviendo y morir.

Pero era también el de las continuas y extenuantes visitas que la agotaban y perjudicaban su recogimiento. Estaban también las consideraciones de que era objeto, diametralmente opuestas al camino de la sencillez que deliberadamente había elegido. Para consagrarse enteramente al Señor estaba muy convencida de la necesidad de separarse de lo que más amaba en el mundo: su familia y su gruta.

Así, si ella había estado impedida de estar presente en la bendición de la imagen, tuvo en cambio la alegría de asistir a la inauguración de la cripta, presidida por monseñor Laurence. La ceremonia fue grandiosa y la multitud en número jamás igualado, tanto que se extendía por el espacio recientemente preparado ante la gruta e igualmente por la orilla opuesta del Gave.

Al caer la tarde, un buen número de personas que no habían podido encontrarse con Bernardita, vinieron a llamar a la portería del Hospicio. Ante la insistencia de la multitud que amenazaba entrar por la fuerza si no se les dejaba entrar a ver a la “vidente”, la Superiora la hizo ir y venir a lo largo de la galería donde podía ser vista por todos. Bernardita así lo hizo, aunque refunfuñando contra la Madre que la exponía “como una vaca en una feria”. Este episodio que hubo de soportar por obediencia la animó en su decisión de dejar Lourdes.

Los deberes del corazón.

Como la mejoría de su salud se mantenía, se pudo fijar como día de su partida el 4 de julio de 1866. La víspera fue a dar su adiós a su querida gruta en compañía de la Superiora. Bernardita se puso de rodillas ante la imagen de la que no quitaba sus ojos. La Madre la oyó susurrar sollozando: - “¡Oh, Madre, mi Madre, como voy a poder dejaros! “.

Se levantó y fue a abrazarse a la roca enjugándola con sus lágrimas.

La Madre Superiora émula de emoción intentó consolarla:

-¿Por qué te entristeces así?, ¿No sabes acaso que la Santísima Virgen está en todo lugar y que en cualquier sitio ella será tu Madre?.

- ¡Ah, sí!, ya lo sé. –Respondía Bernardita sollozando.- Pero la gruta era mi cielo.

Después la Superiora la acompañó hasta el molino de Lacadé, donde la dejó para que hiciera su última comida en familia. Podemos imaginar la intensidad de la emoción y cariño de aquella velada, y las lágrimas derramadas por todos en el momento doloroso de la separación.

Al día siguiente Bernardita estaba presta a partir con otras cuatro compañeras de viaje. En casa de los Souvirous apenas se había dormido, sus padres y los niños no pudieron resistir el deseo de volver a verla por última vez, y apenas amaneció, instantes antes de que partiera el carruaje que le conduciría hasta la estación de Tarbes, ellos subieron al Hospicio. Parecían estar dispuestos a decirla algo, a renovar la certeza de su amor, a prometerle sus oraciones; pero cuando se encontraron ante ella la emoción les impidió pronunciar una sola palabra. No eran capaces más que de suspirar, derramar lágrimas y apretarla, uno tras otro, contra su pecho, abrazarla una y otra vez. Bernardita quiso poner fin a este concierto de lamentaciones que destrozaban lo que le quedaba de valor y fuerza.

“Vosotros podéis seguir llorando; pero yo no puedo seguir aquí”, le dijo Bernardita.

Una última mirada, un postrer beso y los viajeros desaparecieron en el interior del carruaje que arrancó con ruido ensordecedor.